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Normas

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De todas las clasificaciones que pueden hacerse de las normas de conducta, aquella que considera como elemento esencial la voluntariedad en su cumplimiento permite aclarar importantísimos aspectos que, habitualmente, originan tanto juicios equivocados como una grave incomprensión de la lógica y el contenido normativos.

Formalmente, la norma de conducta es siempre exigible, en el sentido de que todo incumplimiento injustificado o ilícito acarrea una sanción. La naturaleza de dicha sanción distingue entre normas de contenido irresistible y normas de cumplimiento voluntario. Ambas, siendo efectivas, son tomadas como exigibles en cada interacción social que afecte a su contenido. Sucede que su inobservancia, en el caso de no ser irresistibles (no jurídicas), no justifica en absoluto que un tercero invada la esfera de libertad del incumplidor a fin de lograr un castigo. Dicha exigibilidad, respecto de las normas de cumplimiento voluntario, debe entenderse desde el lado de inacción (boicot pasivo), la denuncia (boicot activo) o el escarnio público, pero nunca su exigibilidad se verá traducida en forma de una compulsión sobre la persona y/o sus bienes.

Las normas cuya exigibilidad se estima irresistible dotan de contenido al orden jurídico, mientras que las normas que son de cumplimiento voluntario y, de ese modo, su exigibilidad no permite agredir la libertad o las propiedades del infractor, formarán el orden moral y sus agregados vinculados al decoro social, la urbanidad o el sentido común. El primer tipo de normas protege bienes jurídicos, como los relativos a la vida, la dignidad y la integridad humanas, así como a la propiedad privada y la autonomía de la voluntad. El segundo tipo de normas protege bienes morales, pero también bienes vinculados a la normal y pacífica convivencia y a la consideración común sobre determinadas cuestiones. Es por ello que entre el orden moral y el orden político se tiende un puente sobre los cimientos del decoro social y la urbanidad, así como la existencia de un sentir general sobre concretos bienes y manifestaciones de la acción libre del individuo. Semejante límite difuso conduce a que los distintos órdenes de normas acaben entremezclados, no sólo por la superposición de contenidos jurídicos y morales, sino también por la irrupción del orbe político en el ámbito estricto de la recta o buena conducta.

Las normas resuelven conflictos recurrentes, y son reclamadas, modificadas o integradas ante conflictos aparentemente insólitos. Los conflictos de tipo político no se circunscriben exclusivamente a la mera organización de la convivencia y el ejercicio del poder público, o la institución de instancias y magistraturas. El orden político se extiende sobre toda aquella controversia que ataña a bienes comúnmente estimados por los individuos, y cuya protección o simple consideración termine sobrepasando los límites de lo político y, a través del puente del decoro y la moral social, penetre en el Derecho sirviéndose de su implacable irresistibilidad. El orden jurídico, por tanto, nunca es ajeno al sentido común o a la consideración general sobre aspectos que, en principio, no mantienen relación con la estricta defensa de la libertad individual, sino en demasiadas ocasiones con todo lo contrario, puesto que la incorporación en el seno del Derecho de determinados bienes como dignos de protección, llega a modular y limitar dicha libertad. El orden jurídico es objeto de una incursión que, al mismo tiempo, le agrede y corrompe, como le proporciona dinamismo, flexibilidad y adecuación a la realidad política y al tipo de convivencia vigente. Se trata, por tanto, de una relación inestable y que es origen una conflictividad inevitable.

Dada la aparente abstracción de las ideas hasta aquí expuestas, resulta conveniente aplicar su contenido teórico a ejemplos prácticos intensamente controvertidos:

1. El establecimiento de normas de protección sobre animales, parajes naturales, monumentos, obras artísticas o cualquier otro tipo de seres u objetos, no deriva de que se le esté reconociendo al objeto protegido derecho subjetivo alguno. En este sentido, ni un perro, por mucha simpatía que pueda provocarnos en su trato, como tampoco una Catedral gótica, forman parte del orden social humano más que como bienes que pueden crearse, destruirse e intercambiarse, bajo la mayor o menor consideración de quien sea su dueño o del resto de individuos. Las normas, que someten incluso a quien es propietario exclusivo del bien, tratan de afirmar conductas deseables respecto del cuidado o respeto de ciertos bienes (incluidos los animales). En ocasiones, la estima común, la consideración generalizada y, por tanto, la preocupación política sobre cierto tipo de bienes son tales que se convierten en bienes jurídicos, es decir, fundamento de normas que sí son irresistibles, incluso para el dueño de la cosa. El bien jurídico no es la dignidad del animal, o la integridad de una obra de arte o del bosque en cuestión, sino la estima general que los individuos sienten sobre dichos objetos. Cuando se prohíbe maltratar a cierto tipo de animales, no por ello se les está reconociendo, ni siquiera implícitamente, un derecho subjetivo (lo que implicaría también el reconocimiento de una personalidad quizá limitada, pero incluible en el orden jurídico como fuente de cierta esfera de dominio y libertad para dichos animales, lo cual sería absurdo). Se protege la estima o el respeto que sienten los individuos sobre determinados seres u objetos, que en un momento pueden ser unos y no otros, o que con el tiempo pueden ser considerados con mayor o menor intensidad.

2. Las normas de urbanidad atañen al decoro y la moral, como también a lo político (relativo a la convivencia explícita y controvertida), razón que convierte a este tipo de normas en eminentemente voluntarias o no jurídicas. La intensidad con que tales contenidos normativos se vean incluidos en el orbe del Derecho dependerá tanto del momento cultural como de la capacidad que tenga cierto poder de manipular el orden jurídico a su antojo y con carácter general e imperativo. El Constructivismo jurídico altera por completo el proceso competitivo de transformación normativa, decretando la irresistibilidad de determinadas conductas vinculadas a la moral, el decoro o la urbanidad. Esto no implica que un Derecho libre de intervención no llegara a incorporar la prohibición de ciertas conductas, y es por ello que no debería negarse tal posibilidad como consecuencia razonable de una actitud contraria al positivismo jurídico. Debe, en todo caso, valorarse tanto el momento cultural, como el sentir general o las implicaciones liberticidas que pudiera tener una prohibición concreta.

3. La paradoja del aborto contribuye a despejar bastantes dudas sobre la distinción entre tipos de normas en cuanto a su exigibilidad, voluntaria o irresistible. Obviamente el embrión o feto, desde la concepción, es un ser humano merecedor de cierta dignidad y consideración. El Derecho nunca le ha concedido idéntico reconocimiento al no nacido que al nacido, pero siempre han existido figuras, instituciones o sanciones en torno al bien jurídico protegido que éste representa. El aborto no puede ser un derecho subjetivo de la mujer porque el orden jurídico nunca debería contener derechos absolutos que representen la total negación de otros derechos como son la vida y la integridad humanas. Esto no quiere decir que todo aborto sea ilegítimo. En este sentido, el Derecho procurará, como decíamos, resolver conflictos recurrentes mediante instituciones que, a su vez, sirvan como referente en la resolución de conflictos inauditos en apariencia. Normas y prácticas habituales del Derecho que ayudan a equilibrar el conflicto entre bienes jurídicos: el derecho del no nacido frente el derecho de la madre a su integridad, su vida o su dignidad, pero nunca en la consideración de un único derecho, el de la madre, a disponer sobre la vida de un ser humano que, sobre dicho reconocimiento, perdería totalmente el amparo que merece la vida humana, como base sobre la que se asientan el resto de bienes jurídicos y morales.

Lo que viene sucediendo con la cuestión del aborto es que el sentir general, la estima o apreciación común de la mayoría de individuos, ha terminado por olvidar que el concebido no nacido es un ser humano como ellos, aunque en una fase distinta de su desarrollo y sometido a una dependencia particular, distinta también a la de un bebé, un enfermo o un anciano (dependencia intercambiable). Moralmente, el aborto fuera de los supuestos estrictamente conflictivos entre bienes jurídicos claros, acaba siendo asumido como un mal menor, o ni siquiera como un mal, trivializando la conducta y sus consecuencias, por la sencilla circunstancia de no ser presumiblemente evidentes: el feto, tenga más o menos forma humana, no es conocido de esa manera, sino como una abstracción, una fantasía que unas veces se llama embarazo y otras estado de buena esperanza. Y es esto lo que se ha terminado por proteger jurídicamente: el aprecio de la madre a dicha abstracción, idealización del embarazo, la espera de un nuevo ser… Es por ello que un aborto no deseado se considere “la pérdida de un hijo”, mientras que un aborto deseado pocas veces se identifique con la muerte de un hijo, sino como la mera “interrupción” del estado de gestación, como si ambas situaciones no tuvieran idénticas consecuencias físicas que, a su vez, debieran traducirse en unas mismas consecuencias morales y jurídicas.

La paradoja del aborto sirve para demostrar que el puente existente entre derecho, moral y política no sólo puede ser recorrido en una única dirección, aunque habitualmente así sea, sino que dicho puente también permite que el orden jurídico vea anulados aspectos esenciales que le son propios, todo ello como consecuencia del momento cultural, ideológico o moral de los individuos que forman cierto orden social.

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