Skip to content

Demasiada innovación para el bienestar social

Compartir

Compartir en facebook
Compartir en linkedin
Compartir en twitter
Compartir en pinterest
Compartir en email

A cualquier persona con dos dedos de frente el título de este artículo parecerá, en el mejor caso, una contradicción, sino una completa estupidez. Y, sin embargo, es el tipo de conclusiones que empiezan a aparecer en los artículos de los economistas mainstream, especialmente de los europeos.

Así pues, estos señores y estas señoras (seamos inclusivos con la gilipollez) son capaces de determinar un nivel óptimo de innovación que maximiza el bienestar social. Si no se alcanza o se supera dicho nivel, el Estado está legitimado para implementar políticas que permitan incrementar o reducir la innovación. O sea, que habría políticas contra la innovación que se justificarían porque se está innovando demasiado. No es de extrañar que la Unión Europea se haya quedado a la cola de la innovación en muchas tecnologías. No sea que nos pasemos de innovadores.

La chispa de la innovación

Recordemos primero la teoría económica de la innovación, antes de tratar de comprender cómo alguien puede llegar a las conclusiones anteriores. ¿Por qué se produce la innovación?[1]

Los individuos observan y anticipan recursos, precios y necesidades. En determinados momentos pueden tener una idea innovadora. En términos económicos se puede describir como aquella que permite revalorizar un recurso respecto a la situación observada. Ello puede ser porque se va a usar de forma más eficiente para una misma necesidad, o porque se va a utilizar para satisfacer otra de más valor. O incluso porque un bien no económico se identifica como posible recurso para satisfacer necesidades. Por último, también porque se anticipan nuevas necesidades hasta ahora desconocidas.

A la gente se le ocurren constantemente ideas sobre cómo mejor satisfacer sus necesidades, sea con los recursos existentes o inventando nuevos recursos. La cuestión es que solo unas pocas de estas ideas terminan teniendo éxito, y la única manera de saber cuáles es, precisamente, llevándolas a la práctica. Esto es, innovando.

Valoración a posteriori

Solo una vez se ha producido la innovación, sabremos si efectivamente la idea es buena o no. El problema es que la innovación precisa el consumo de recursos, y estos son siempre escasos respecto a las ideas que se quieren implementar, como en general lo son para la satisfacción de las necesidades. Hay herramientas que nos orientan algo a la hora de tomar la decisión de innovación, siendo de especial relevancia el cálculo económico que se puede haber una vez aparece el intercambio indirecto en la economía y todos los bienes tienen un precio en una unidad común. Pero, por mucho cálculo económico que se haga y muy bien hecho que esté, al final solo sabremos si la innovación es buena si consumimos los recursos requeridos para ponerla en marcha.

¿Y qué ocurre cuando ya hemos innovado? Pues pueden pasar básicamente dos cosas: éxito o fracaso. Lo primero significa que hemos acertado con nuestra anticipación, y los recursos consumidos para el nuevo uso han resultado más valiosos de lo que nos han costado. En consecuencia, aparece un beneficio económico (no necesariamente dinerario) que señaliza el éxito de la innovación de una forma objetiva.

Más, mejor

El fracaso, por el contrario, hará aparecer una pérdida, puesto que hemos utilizado los recursos en algo que la sociedad valoraba menos que el uso original. Ello implica que nos han costado más del ingreso que hemos obtenido tras implementar la idea. La sociedad nos está castigando por lo que hemos hecho, y nuestro patrimonio se verá reducido.

Utilizando la jerga mainstream, en caso de éxito, tanto el bienestar privado (del sujeto innovador) como el bienestar social se incrementan; en caso de fracaso, el bienestar privado se reduce, pero el bienestar social apenas se ve afectado. Esta es la asimetría en la que hay que fijarse para entender que la innovación es siempre buena para el bienestar social, para la sociedad, aunque no siempre lo sea para el innovador. Consecuentemente, el análisis teórico nos lleva a decir sin ambigüedad que cuanta más innovación, mejor para la sociedad. Desde el punto de vista político, esta conclusión justificaría cualquier tipo de incentivo a la innovación. No toca ahora ver de qué forma puede la política incentivar la innovación, pero quedémonos al menos con la conclusión económica.

Modelar matemáticamente el genio

Volvamos ahora al mainstream y a sus disquisiciones. Para tratar de entender las conclusiones a que me refería al comienzo de estas líneas, lo primero es describir de qué forma incluyen la innovación en sus modelos matemáticos de equilibrio. Antes de ver la solución, piense un momento el lector la inherente dificultad de modelar matemáticamente el proceso descrito anteriormente, y especialmente ese momento de “idea feliz” que constituye el detonante.

Lo que generalmente hacen los economistas mainstream es modelar la innovación mediante la cantidad invertida en I+D. De esta forma tienen un numerito que meter en sus ecuaciones. La asunción implícita es que a mayor gastos en I+D, mayor es la probabilidad de “idea feliz”, o bien que la calidad del producto vendido se incrementa con dicho gasto, haciendo que su producto sea percibido como superior por los consumidores en su modelo. Como se observa, nada de la incertidumbre radical a que se enfrenta el innovador en la realidad.

Revestimiento científico de la arbitrariedad política

Con la innovación metida así en el modelo, ya están en condiciones de hacer sus cosas, como es despejar, derivar, maximizar y minimizar. Así pues, pueden calcular el bienestar social en función de la nueva variable, y luego derivar el primero respecto a la segunda, y calcular un gasto de I+D (esto es, nivel de innovación) que maximiza el bienestar social. El resto de su análisis es el descrito al comienzo del artículo, y les puede salir que convenga restringir la innovación si el nivel actual en el mercado es superior al que han calculado como óptimo.

En manos de un político, insisto, típicamente europeo, estos resultados son muy útiles cuando se les argumenta que tal regulación o tal decisión de competencia puede cargarse la innovación y, por tanto, disminuir el bienestar social. Ahora, gracias a la nueva oleada de economistas cafres, el político tendrá un argumento “científico” para decidir que Google o Telefónica innovan demasiado y no se necesita tanta. Y en la Unión Europea seguiremos siendo los líderes en regulación y ruina.

Ver también

Sobre la innovación potencialmente ilimitada (y el optimismo al respecto). Francisco Capella.

La innovación como motor social. Alejandro de León.

Sobre innovación y empresa. Fernando González San Francisco.

Innovación y desarrollo: de la copia al espionaje. Jaime Juárez Rodríguez.


[1] Se da la explicación económica de la innovación. Sobre cómo se le ocurren a la gente las ideas, la cosa no es ni mucho menos tan sencilla, pero es una explicación que se sale completamente de la teoría económica.

Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!


Añadir un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Más artículos

El día en que faltaban pisos

El tema de la vivienda es, sin duda, el principal problema de la generación más joven de país, podríamos decir de la gente menor de 35 años que no ha accedido al mercado de vivienda en la misma situación que sus padres, y no digamos ya de sus abuelos.