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Nuevas normas que algunos no entienden

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Si hay algo en lo que el mundo de 1980 es diferente al mundo que vivimos, es la abundancia de información de la que disponemos y la rapidez y economía con la que podemos transmitirla. Esto ha sido posible gracias a dos revoluciones que, por encontrarnos aun inmersos en ellas, no somos capaces de valorar en su justa medida. Se trata de la revolución de los ordenadores personales que arrancó en la década de los ochenta, y la de las redes que, con Internet a su cabeza, hizo su debut en el panorama mundial a mediados de los noventa.

No es necesario insistir que ambas revoluciones han cambiado el modo en que trabajamos y la manera en que nos relacionamos en buena parte del globo. En cualquier diario en la red hay material suficiente para pasar varios días leyendo, y, aunque nos pusiésemos a ello, sería inútil porque las noticias y reportajes se actualizan continuamente. Hoy por hoy, el coste de transmitir un kilobyte de información es cero, o tiende a cero y cualquiera dotado de un ordenador personal puede contribuir a la marea siempre creciente de información a la que una comunidad de ámbito mundial puede acceder en cuestión de segundos.

Los que tenemos entre 30 y 40 años de edad conocimos a la perfección el mundo anterior, pero la revolución nos cogió lo suficientemente jóvenes para integrarnos en ella y comprender las nuevas reglas desde dentro. Muchos empresarios que manejan información, es decir, contenidos, también lo han entendido y han apostado por este nuevo modo de distribuirlos tratando de ingeniárselas para ganar dinero en un mundo en el que ese producto, el de los contenidos, es muy barato o directamente gratuito. Ahora podemos escuchar música, leer durante horas, ver fotografías o vídeos sin pagar un solo euro y, a pesar de ello, hay empresas que son rentables ofreciendo eso mismo.

Otros, sin embargo, no han dado con el quid de la cuestión y siguen emperrados en el modelo antiguo, en el de las licencias de emisión y las grandes empresas de comunicación inevitablemente vinculadas al poder político. Esto, que se traducía en una oferta limitada que garantizaba cierta impunidad y un discurso monolítico, era tan bueno como puede ser el poder hablar sin que te respondan. Hasta hace bien poco tiempo, si a un magnate de la comunicación le daba por emprender una campaña contra alguien se salía con la suya y arruinaba la vida y hacienda de ese alguien, a no ser, claro, que otro empresario de la competencia saliese en su ayuda.

Hoy las normas han cambiado. Los grandes grupos mediáticos siguen siendo poderosos, pero sus dictámenes ya no son indiscutibles. Al otro lado hay siempre alguien que no está de acuerdo y tiene la capacidad de discutírselo o de sacar a pasear la trola poniendo en evidencia a los fautores de la misma. Y lo mejor de todo, tiene público que le escucha, amigos que le repiten y la magia del hipertexto que pone a cada uno donde debe estar.

El modelo de empresa que no ha entendido absolutamente nada de lo que se despacha en lo relativo a la información es, curiosamente, la mayor empresa de España dedicada a la información: el Grupo Prisa. Se ha dado de bruces una y otra vez con el medio y ha dilapidado una fortuna en tratar de hacerse un hueco en el mismo con muy poco éxito. Mal acostumbrados como estaban a ser ellos los portadores del mensaje dominante, llevan muy a malas que se les lleve la contraria, pero no hacen nada por aprender de lo que está pasando. Más de 10 años después de que Internet arrancase en España se mantienen en sus trece tratando de exportar un modelo periodístico ideal para triunfar en el siglo XX, y para hundirse en la miseria en el XXI.

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