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Liberalismo caliente

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Esta barbaridad, dice Ovejero, debería dirimirse en los tribunales, pues estamos acusando al Estado de cometer un delito tipificado en el código penal. ¡Cómo va el Estado a violar sus propias leyes!

A Ovejero, profesor de Ética y Economía en la Universidad de Barcelona, se le escapa la obviedad de que el Estado, precisamente porque hace sus propias leyes, puede autoexcluirse de su definición de "delito". Pero el código penal no es un diccionario, mejor consultemos la RAE. La primera acepción de "robo" es "quitar o tomar para sí con violencia o con fuerza lo ajeno". En otras palabras, sustraer una propiedad sin el consentimiento del dueño.

Ovejero no tendría problemas en identificar extorsión o robo en estas situaciones: un mafioso de barrio nos amenaza con destrozar nuestro local si no le pagamos una parte de los ingresos; o un ladrón nos asalta y nos insta a punta de navaja a darle la cartera. Sin embargo, no advierte que el Estado actúa de forma análoga cuando amenaza con multarnos, embargarnos y meternos en la cárcel si no pagamos lo que nos pide (o abatirnos si, insensatamente, se nos ocurre resistirnos). Por algo se le llama "impuesto" y no "donación" o "precio por servicios".

Puede replicarse que los impuestos se utilizan para pagar servicios necesarios o para ayudar a los más desfavorecidos. Esto es muy discutible, pero es otro debate. La realidad sigue siendo que el Estado utiliza la coacción para financiar sus actividades. Ya lo dice un aforismo: si la gente se comportara como Estados, llamaríamos a la policía.

Ovejero caricaturiza el liberalismo hasta el punto de hacerlo irreconocible. Confunde la libertad (que acaba donde empieza la del otro) con el poder arbitrario (que no reconoce límites). Se refiere al Estado como "la garantía de la libertad", como si el zorro cuidara del gallinero. Acusa a los críticos del impuesto de sucesiones de "consagrar el linaje del tener", pero lo que defendemos es el derecho a legar a quien quieras el fruto acumulado de tu trabajo. Ovejero desestima las objeciones relacionadas con la eficiencia, ignorando que el impuesto de sucesiones no sólo desincentiva el trabajo, sino que incentiva el consumo del capital antes de la muerte (y de que se lo quede Hacienda).

Ovejero, por último, dice que en democracia todos contamos lo mismo (una persona, un voto), mientras que en el mercado unos tienen más voz que otros. Hay algo de cierto en esto: en democracia la voz de todos vale igual… de poco. En democracia se vota para ejercer poder sobre los demás, incluidos los que no votan o los que votan en contra. En el mercado cada uno negocia y paga por lo que quiere, sin interferir en lo que persiguen los demás, de modo que pueden armonizarse descentralizadamente los intereses más dispares y conflictivos. La distinción es importante, porque en el día a día no vivimos "democráticamente".

No pedimos permiso a "la mayoría" si queremos vestir como metaleros, seguir una dieta vegetariana o leer libros de historia. No preguntamos a la "mayoría" a la hora de escoger a nuestras amistades, nuestro trabajo, nuestra casa o nuestra pareja. El mercado, además, es genuina "participación directa": si no nos gusta un servicio o un producto acudimos a la competencia al día siguiente, no tenemos que esperar cuatro años (para obtener lo mismo en otro envoltorio).

Ovejero nos invita a llamar a las cosas por su nombre. Debería empezar por juzgar el Estado con el mismo baremo que juzgamos a las empresas e individuos particulares. Quizás entonces no se echaría las manos a la cabeza cuando los liberales, calentados, llamáramos al robo, robo.

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