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Coartadas teóricas para el fascismo económico

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Sin entrar a hablar de su utilización como arma arrojadiza de cómodo recurso en intercambios dialécticos, ante la falta de argumentos o ganas de pensar, «fascismo» es uno de esos vocablos que, a fuerza de ser mal y sobre-utilizado, ha acabado por convertirse en equivalente de todo lo execrable y desagradable del mundo. Sin embargo, es un peligroso proceder agrupar bajo la denominación de fascismo todas las prácticas despreciables de los totalitarismos. No sólo se pasan por alto las particularidades propias de cada uno, sino que se hace más sencillo exonerar a otros totalitarismos –casi siempre el comunista– de sus esencias criminales.

El fascismo es, efectivamente, una ideología y una forma política execrable. Y lo es tanto por sus métodos para alcanzar, ejercer y expandir su poder, como por la forma de organización social y económica que aspira a establecer. Por lo que respecta a los métodos, realmente existen pocas prácticas en las que los fascistas hayan sido innovadores, casi todo está ya en el leninismo: el partido ultra-disciplinado, la agitación y la propaganda, las milicias destinadas a dominar la calle, los campos de concentración, la persecución y la eliminación de los disidentes, la omnipresencia de la policía política, la desaparición de la vida privada y la generalización de las delaciones… La única creación fascista –nacional-socialista, para ser más exacto– es la purga a gran escala dentro de las propias filas. Una práctica que, por cierto, los comunistas tardaron bien poco en adoptar. Poco más de dos años transcurrió entre la Noche de los Cuchillos Largos y los Procesos de Moscú.

Algunos dirán que lo que hace característico al fascismo es su política racial. En Alemania, y tal vez en Japón, sí. Pero, desde luego, no en la Italia de Mussolini o en la España falangista inmediata a la posguerra. Existe en un punto mucho más esencial, común a todos los fascismos: la forma de organización de la vida económica que se establece y cuyas principales características podríamos resumir así:

  1. La producción y distribución de los bienes y la vida económica en general se planifica –bajo la supervisión del estado– a través de la integración en federaciones sectoriales de productores y sindicatos de trabajadores. Tal organización puede recibir diversos nombres: Estado Corporativo en la Italia de Mussolini; democracia orgánica en la España falangista; National Recovery Act en la pretendida transformación rooseveltiana. En ellos recae la función nominal de asignar cuotas de producción, fijar precios y condiciones laborales o conceder licencias. Simultáneamente, queda nacionalizado el comercio exterior, así como una serie de sectores denominados como estratégicos.
  2. Al mismo tiempo, el estado –que presume graves fallas en el funcionamiento del sistema de laissez faire– asume la responsabilidad del pleno empleo, utilizando para ello el recurso inflacionista de sufragar un formidable volumen de gasto público (obras públicas, gastos militares…) a través de los déficit públicos y la política monetaria expansiva.
  3. Se mantiene, al menos en nombre, el statu quo de la propiedad de los medios de producción. Es fundamentalmente de este punto del que deriva su aceptación, en tiempos de crisis, entre sectores conservadores y del establishment, que lo ven como una «tercera vía» para superar la lucha de clases y evitar los baños de sangre antiburgueses y anticapitalistas y la destrucción de capital humano asociados al socialismo de corte marxista.
  4. La puesta en marcha de políticas sociales de amplio alcance: educación, cultura y deporte públicos, fijación de salarios no referidos a la productividad, seguros sociales, etc. Se trata de una nota característica de los partidos de masas fundados y liderados, además, por personajes vinculados al sindicalismo y/o procedentes del socialismo: Benito Mussolini, Georg Strasser, Ramiro Ledesma, Juan Domingo Perón.
  5. Puesto que el poder estatal no es extensible más allá de las fronteras, el sistema económico aspira a la autarquía. Se sustituye el comercio internacional entre particulares por el militarismo expansionista (espacio vital) para la obtención de recursos no disponibles en el interior, por la política de sustitución de importaciones (sucedáneos –Ersätze–, el estructuralismo latinoamericano que tantas dictaduras populistas ha inspirado) o, en su defecto, por el trueque (clearing) llevado a cabo directamente a nivel intergubernamental.

El presente artículo lleva por título «Las coartadas teóricas del fascismo económico», y es que siempre me ha parecido irritante que un adepto confeso de las políticas económicas fascistas como J. K. Galbraith –aunque él bien se guardara de reconocerlas como tales y hasta llegó a titular, con escasa vergüenza, su libro de memorias «Anales de un liberal impenitente» (Annals of an abiding liberal)– no sea estudiado como corresponde. Por motivos de espacio sólo reproduciré unas pocas citas para la reflexión:

«El mecanismo adecuado, al que casi inevitablemente llegaremos algún día, es una especie de tribunal público en el que estén representados el trabajo, las empresas y el público. Su jurisdicción debería estar limitada a los sindicatos y a las empresas más grandes: al sector organizado». J. K. Galbraith, La Sociedad Opulenta, pág. 283

«No puedes tener a la vez una política fiscal dinámica y un presupuesto equilibrado. Para reabsorber la capacidad de producción inutilizada y el paro, los poderes públicos deben gastar más allá de sus entradas fiscales. Entonces han de financiar el relanzamiento mediante el déficit presupuestario». J. K. Galbraith, Introducción a la economía, pág. 143

«La tercera etapa necesaria es algún tipo de control sobre salarios y los precios para impedir que se produzca la espiral alcista que tendría lugar, de otro modo, a medida que llegase el pleno empleo. (…) De hecho, el problema del control una vez que se han conseguido superar los obstáculos morales no es demasiado difícil«. J. K. Galbraith, La Sociedad Opulenta, pág. 282.

«También hay productos y servicios, algunos de la mayor utilidad o necesidad, que no pueden nacer por obra del mercado. (…) Ni siquiera se descubren ni suministran, en esos casos, todos los requisitos de una planificación eficaz. Por ello esas tareas se cumplen mal, con incomodidad, o cosas peores, para el público. Si se reconociera que son tareas que requieren planificación, pero se han dejado sin planificar en el contexto de una economía ampliamente planificada, no habría vacilaciones ni disculpas vergonzantes en el uso de todos los instrumentos necesarios para planificar. El rendimiento sería muy superior«. (J. K. Galbraith, El Nuevo Estado Industrial, págs. 385-386).

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