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Intereses colectivos y particulares

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Una de las trampas dialécticas tendidas contra el liberalismo ha sido la propagación de la especie de que la defensa del capitalismo, como sistema basado en el derecho de propiedad de los bienes de producción, solo puede hacerse por aquellos que tienen esas propiedades. De esa premisa se deduciría fácilmente, que, a sensu contrario, quienes no son propietarios no pueden apoyarlo racionalmente, ya que solo los primeros se beneficiarían de tal sistema, en detrimento de los segundos. La suposición de que esa relación es estática y que no varía por obra de los intercambios libres –al menos significativamente– va implícita también en ese sofisma, pero sigamos analizando otras derivaciones.

La falacia de la abolición de la propiedad privada –no solo de los medios de producción– se manifestó incluso en los países donde los experimentos socialistas llegaron más lejos. Tuvieron que tolerarla respecto a los bienes que pertenecen a la "esfera privada" del individuo, los cuales no coinciden exactamente con los bienes de consumo. No puede sorprender que los defensores de la libertad intentaran estirar el significado de ese vaporoso atributo en su toma y daca con los regímenes comunistas. Dentro de las cosas cuya propiedad se reconoce a un individuo, la distancia que separa la posibilidad de poseer solo unos enseres básicos a una vivienda y un terreno que poder explotar traza, correlativamente, una escala de menor a mayor libertad personal.

Releyendo Liberalismo, de Von Mises, estos días estivales, reparo en algunas analogías y diferencias de las fuerzas contrarias a la libertad entre la época de entreguerras y la actual. En aquel tiempo, según nuestro autor, los enemigos del mercado libre "empiezan afirmando que los principios liberales tienen como objetivo favorecer los intereses de los capitalistas y de los empresarios a costa de los intereses del resto, de suerte que el liberalismo estaría a favor de los ricos contra los pobres; luego observa que muchos empresarios y capitalistas, sobre la base de ciertas premisas, se baten a favor de los aranceles protectores y otros incluso a favor de los armamentos. Así que, como el que no quiere la cosa, se llega a la conclusión de que todo esto debe ser política capitalista. La realidad es totalmente diferente. El liberalismo no es una política que fomente los intereses de tal o cual clase social, sino una política a favor de los intereses de la sociedad en su conjunto. No es, pues, que los empresarios y los capitalistas tengan particular interés en preferir el liberalismo. Su interés en preferir el liberalismo es idéntico al de cualquier otro individuo. Es posible que el interés particular de algunos empresarios o capitalistas coincida con el programa del liberalismo en algún caso particular, pero los intereses particulares de otros empresarios o capitalistas se les oponen siempre".

Podemos comprobar que actualmente, a diferencia de la época de entreguerras en la que escribió Mises, se ha producido un cambio en las medidas de protección que algunos empresarios piden a los políticos e, inversamente, las que éstos les procuran para obtener, de paso, apoyos sólidos en su lucha por el poder.

Si en aquel tiempo la intervención estatal más buscada por los grupos de presión de distintos sectores consistía en la elevación de los aranceles a la importación (Ley Smooth-Hawley de 1930) hoy en los países más desarrollados se ha sustituido por la búsqueda de la subvención estatal de sectores productivos enteros (los armamentos parecen haber decaído a favor de las energías renovables ahora) y la tradicional regulación para crear barreras de entrada para ciertas actividades.

Digo hoy porque otro de los catastróficos efectos de las reacciones políticas ante el estallido de la crisis financiera y monetaria y la subsiguiente recesión ha sido la voladura de las prevenciones contra las subvenciones como instrumento normal de política económica. Salvo en sectores como el agrícola y el energético, en Europa y EEUU se había extendido la idea acertada de que esas ayudas causaban más daños que los que pretendían evitar. Por si fuera poco, suponían un modo de funcionamiento más propio de un "capitalismo de amiguetes" (crony capitalism) inaceptable éticamente.

No quiero decir con esto que el comercio internacional haya conseguido la liberalización total y absoluta que debería gozar para hacer más libres y prósperos a los seres humanos de este siglo XXI. Persiste un situación muy lejos de la que sería óptima e, incluso, algunas ideas del presidente Barack Obama para la recuperación económica norteamericana, plasmadas en la cláusula "Buy American" (Sección 1605) de su paquete de estímulo económico, podrían alimentar una espiral proteccionista que agravaría la situación.

Sin embargo, la realidad que nos han traído los planes de rescate promovidos por los grandes estados del mundo nos conducen a una situación de gigantescos déficit públicos, que se financiarán con mastodónticas emisiones de deuda pública y subidas de impuestos cuando esa deuda no pueda ser absorbida por los mercados mundiales. La evaluación de los efectos que este viraje en los instrumentos que utilizan los estados para quitar recursos a unos individuos para transferirlos a otros constituye un campo de estudio apasionante, pero, en todo caso, todavía no se perciben en toda su magnitud.

En conclusión, las soflamas anticapitalistas esconden una suerte de compromiso entre las pulsiones intervencionistas de unos políticos imbuidos de ideas socialistas y planificadoras y las presiones de protección de grupos organizados, habituados a tratar con la arbitrariedad de esos políticos. A diferencia de la depresión de los años 30 del pasado siglo, donde se ensayaron disparatadas subidas de aranceles, la recesión presente y la crisis financiera y monetaria internacional, lejos de servir a la contención y la austeridad de los estados, han desatado (al grito keynesiano de estimular la economía) un alocado aluvión de subvenciones directas a empresas de todo tipo, a cuenta de los impuestos presentes o futuros sobre otras empresas y ciudadanos.

Hasta que punto esas medidas irán seguidas por "nacionalizaciones" de esas empresas subvencionadas está por ver. Ciertamente, aparte de los ingentes gastos corrientes por los estados contemporáneos, en algún momento deberán cuantificarse los perjuicios que se están causando a la libertad y prosperidad de las generaciones actuales y venideras. En el caso español, donde destaca la súbita intensidad y la opacidad con que se distribuyen estos fondos de intervención, tal vez destacados miembros de la nomenclatura política y los empresarios parásitos del presupuesto público tengan que dar cuenta algún día de estas transferencias coactivas ante una justicia que merezca tal nombre.

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