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Albert Jay Nock: enemigo del Estado

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Albert Jay Nock fue un loco solitario que hizo posible la formación del movimiento libertario en EE. UU.

Decía Murray Rothbard que la primera etapa en el desarrollo de un movimiento libertario suele ser la del lone nut: la etapa del loco solitario. Cuando emerge con relativa fuerza en un país una corriente libertaria, podemos localizar en su origen a uno o unos pocos pensadores que, de manera aislada, ponen los cimientos de lo que terminará siendo toda una escuela de pensamiento. No cabe duda de que uno de esos locos solitarios que hicieron posible la formación de un extenso movimiento libertario en Estados Unidos durante el siglo XX fue Albert Jay Nock.

Albert Jay Nock nació en Scranton, Pennsyvania, en 1870. Tras dejar atrás una breve primera etapa en la que se ordenó clérigo episcopaliano para pronto abandonar por una crisis de fe, se dedicó al periodismo. Durante años escribió en la revista The Nation, de tendencia liberal, y más tarde fue editor de The Freeman. Pronto también empezó a publicar sus primeros libros. El primero que salió a la venta, The Myth of a Guilty Nation, trataba uno de los aspectos que más profundamente marcaría su carrera: sus ideas antibelicistas. Nock criticó todas las participaciones bélicas que protagonizaría Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX, incluidas las dos guerras mundiales. Su revista fue censurada por la administración Wilson por sus oposición a la intervención americana en la Primera Guerra Mundial, y más adelante acusó a Franklin D. Roosevelt de forzar la participación en la Segunda Guerra Mundial por su política exterior intervencionista. La guerra, decía Nock, es lo peor que le puede ocurrir a una sociedad; además de costar incontables vidas humanas, conduce irremediablemente hacia el colectivismo, la militarización y el imperialismo.

Además, Albert Jay Nock criticó duramente la política económica de la época. Señaló que la causa de la Gran Depresión fue la política monetaria inflacionista promovida por el Estado durante los años 20, y fue de los pocos autores de su tiempo que acusó a Roosevelt de perpetuarla al aplicar su desastroso New Deal. Nock también fue un duro crítico del sistema educativo de la época, asunto al que dedicó dos libros y numerosos artículos. El problema, de acuerdo con el estadounidense, radica en la entrega del control sobre el sistema educativo al Estado. El Estado, obsesionado con imponer a todos los alumnos un mismo plan educativo centralizado, gestionado por políticos y burócratas, impide que los jóvenes se eduquen adecuadamente. El sistema educativo en manos del Estado se convierte en una implacable maquinaria de adoctrinamiento.

Sin embargo, la obra de Nock que más ha influido en el desarrollo posterior de las ideas libertarias es Nuestro enemigo, el Estado, publicado en 1935. En este breve ensayo, Nock toma del sociólogo alemán Franz Oppenheimer la idea clave sobre la que construye su filosofía política: “Existen dos medios, y sólo dos, por los que las necesidades y deseos del ser humano pueden ser satisfechos. Uno es la producción y el intercambio de riqueza; éstos son los medios económicos. El otro es la apropiación forzosa de la riqueza producida por otros; éstos son los medios políticos”.

Señala Nock que el uso de los medios políticos es tan antiguo como el ser humano: “El ejercicio primitivo de los medios políticos se hacía mediante la conquista, la confiscación, la expropiación y la introducción del sistema esclavista”. Los grupos conquistadores iban parcelando el territorio conquistado e iban sofisticando sus métodos de explotación, dando lugar a lo que sería el Estado primitivo. Y es que para Nock “el Estado es la organización de los medios políticos”, es decir, la institucionalización de la conquista, la confiscación y la rapiña. Esto es cierto con independencia de cuál de las sucesivas evoluciones o variantes del Estado estemos analizando: sea el Estado primitivo, el feudal o el mercantil. Además, añade, un Estado proletario no sería distinto: “Como estamos empezando a ver, el ‘experimento ruso’ ha terminado consistiendo en la construcción de Estado burocrático altamente centralizado sobre las ruinas del anterior, dejando el aparato de explotación intacto y listo para ser utilizado de nuevo”. Y si a alguien le cabe la duda de si tal vez el problema no sea la naturaleza del Estado, sino la mala gestión de los políticos de turno, Nock lo aclara de manera contundente: “El Estado no es una institución social administrada de un manera antisocial. Es una institución antisocial administrada de la única manera en la que una institución antisocial puede ser administrada, y por el tipo de personas que, dada su naturaleza, mejor se adapta a esa labor”.

Si el Estado es una institución antisocial dedicada a la confiscación y explotación violenta de unas personas para beneficio de otras, ¿cuál es la alternativa? Albert Jay Nock afirma que es preciso distinguir entre lo que denomina el Estado –la institucionalización de la rapiña– y el gobierno –el conjunto de instituciones que salvaguardan la libertad individual y la propiedad privada–: “Estas dos clases de organización política son tan distintas en la teoría que trazar una drástica distinción entre ambas diría que probablemente es la tarea más importante que la civilización puede emprender en aras de su propia seguridad”.

El problema con el desarrollo teórico de Nock es que, en contraste con la profusión y detalle con el que analiza y critica al Estado, se muestra completamente ambiguo en su definición de gobierno. Apenas llega a escribir que “partiendo de la idea de derecho natural, el gobierno garantiza los derechos individuales mediante instituciones negativas y una justicia barata y accesible; a eso se limita el gobierno”. Con este planteamiento tan vago, no queda claro si lo que él denomina gobierno correspondería con lo que los minarquistas consideran que debe ser el papel del Estado mínimo, o por el contrario está proponiendo que la sociedad regule su convivencia únicamente con instituciones voluntarias como las que típicamente defiende un anarcocapitalista moderno. Si nos atenemos al texto, tanto minarquistas como anarcocapitalistas podrían considerar legítimamente a Nock como uno de los suyos.

Nock era tan profundamente pesimista respecto a la difusión de las ideas de la libertad, y era tal la difusión del estatismo, que concluyó el libro Nuestro enemigo, el Estado afirmando que ya nada podía hacerse frente al avance del Estado: “Puesto que en Occidente nos hemos visto arrastrados al estatismo tanto como para que el resultado sea inevitable, ¿qué sentido tiene un libro que sólo muestra lo inevitable? Bajos sus propias premisas este libro es inútil. De acuerdo con la evidencia que ofrece, no es probable que cambie la opinión política de nadie, ni que modifique la actitud práctica de nadie frente al Estado”. Sin embargo, la realidad es que Albert Jay Nock tuvo una gran influencia en pensadores como Murray Rothbard, Leonard Read o Frank Chodorov, quienes a su vez promovieron el movimiento libertario hasta crear toda una escuela de pensamiento que, hoy en día, sigue creciendo.

Sólo en retrospectiva podemos admirar cómo, en una de las épocas en la que la libertad estaba en horas más bajas, en la que el Estado omnipotente se extendía imparable en todos los ámbitos de la sociedad, un loco solitario lanzó una pequeña piedra a ese enorme Goliat. Era una idea sencilla pero radical: nuestro enemigo es el Estado. Ojalá seamos capaces de seguir defendiendo y difundiendo con éxito esa crucial idea.

3 Comentarios

  1. ¿Cómo que se demuestra
    ¿Cómo que se demuestra ambiguo en la definición de gobierno? Nos precisa que constituye el conjunto de instituciones que salvaguardan la libertad individual y la propiedad privada. Claramente no se trata de un gobierno convencional, y quizás podía haberlo matizado más explícitamente, pero lo importante no son las palabras que se empleen sino lo que en el fondo se pretende decir, que en este caso no puede resultar más evidente: instituciones que defiendan a los individuos de cualquier agresión y que, por tanto, no sean monopolistas ni de financiación impuesta en ninguna medida. Esto excluye la tontería incongruente del minarquismo.

    Frente a quienes tratan de aducir que tales instituciones son utópicas e inherentemente inestables sin demostrar nada más allá de que ellos nunca las han visto y son incapaces de imaginarlas –valiente demostración-, nadie puede negar que se puede y se debe caminar en esa dirección, es decir, la progresiva reducción sin límites preestablecidos de cualquier coacción estatal.

    Dejémonos de pugnas bizantinas y ridículas sobre el final del camino, cuando sobre la dirección no hay duda, y empecemos a andar.

    • La gente quiere seguridad.
      Tovarich Berdonio, recuerda que la gente quiere seguridad. Cuando uno tenga la suerte (no el mérito: la suerte) de tener un buen negocio/trabajo, quiere tener la seguridad de que nunca nadie va a perjudicar su modus vivendi. Compran seguridad. Y llegan unos estafadores y se la «venden».

      «Nosotros os protegeremos», dicen los legisladores, los alcaldes, los jueces y los ministros, «si os sometéis para siempre a nuestro servicio». Y la gente grita «¡Vivan las cadenas!». Están muy a gustito. Cuando la realidad enseña sus colmillos en lo que se ha dado en llamar «crisis económicas», la gente se tira de los pelos y lloriquea por la «injusticia» que supone que los protectores no cumplan su parte del contrato de servidumbre voluntaria. Y luego salen los intelectuales criticando a los esclavos voluntarios porque votan a partidos populistas. ¡Oh, pobre democracia, asaltada y corrompida por gente inculta y conservadora! Todo lo malo es conservador. Todo lo bueno es progresista. Si algo que antes era progresista sale mal, ahora se dice que no era realmente progresista, o que se ha roto por culpa de la conspiración reaccionaria dominante, y blablablá. Y todo el mundo traga con estas chorradas intelectuales porque quieren ser esclavos y vivir tranquilamente, y saben que ademas de aguantar la mierda de los amos también tienen que aguantar la mierda de los intelectuales. Todo precio es pequeño por la seguridad.

      No hay camino que andar. No hay destino. Solo existe el presente. Primero nos cambiamos nosotros, si somos capaces. Tenemos que despolitizarnos: dejar de suponer que, en el futuro, habrá algún cambio de origen político que sea para bien. Hay que abandonar esta suposición. No contemos con mejoras políticas. Preparémonos para estar muy sorprendidos si ocurren. Tenemos que acercar nuestro presente a lo que queremos que sea. A pesar de todos los obstáculos. Entonces, quizás, los seguristas empiecen a dudar de sus cadenas autoimpuestas. Pero tampoco confiemos en esto. Mejor nos independizamos emocionalmente de aquellos que prefieren la seguridad a costa de vivir sin dignidad y con miedo siempre.


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