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Algunas cuestiones disputadas sobre el anarcocapitalismo (XVII): sobre la utilidad del anarcocapitalismo

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No pensemos en el Estado, sino en que quienes nos dan las órdenes son personas concretas y reconocibles, y el mundo comenzará a cambiar.

El ideario anarcocapitalista no sólo se ve obligado a responder a objeciones teóricas sobre su incoherencia o debilidad argumental sino que en muchas ocasiones tiene que afrontar acusaciones de futilidad. Todo eso es muy bonito y está muy bien, nos dicen con frecuencia, pero ¿sirve eso para algo? Es un debate necesario el de si merece o no la pena gastar tiempo y esfuerzos en conseguir algo tan difícil como intentar convencer a una porción significativa de la población de estas ideas, confrontando la oposición manifiesta de los gobernantes y sus aparatos ideológicos (sistema educativo y los  medios de comunicación dirigidos directa o indirectamente por estos). Más cuando se nos dice que deberíamos unirnos todos los liberales para conseguir una mayoría que consiga frenar el intervencionismo estatal y que nuestras propuestas alienan a la mayoría de nuestro público potencial, al considerarlas muy radicales o utópicas en el mejor de los casos cuando no lunáticas o demenciales en el peor de ellos. Yo quiero aquí defender la utilidad de este tipo de perspectivas y la idea contraria, de que no aliena sino que puede acercar más gente al liberalismo, y que contribuirá a que incluso los que puedan criticar (legítimamente también) nuestras propuestas vean las propuestas del liberalismo “razonable” con otro tipo de perspectiva. Muchas son las discusiones que aquí pueden abrirse, pero me centraré sólo en algunas de ellas, quedando otras para más adelante.

La primera cuestión a discutir es el da la necesaria unidad de los liberales. En primer lugar, no hay causa liberal que el ancap no apoye. Bajadas de impuestos, desregulaciones de servicios públicos o incluso libertades personales como despenalización del tráfico de drogas (causa muy querida por el liberalismo mainstream) o de la prostitución son apoyadas sin problema por los teóricos anarcocapitalistas. Es más, me atrevería a decir que incluso electoralmente buena parte de los ancaps apoyan a los candidatos más liberales sin ningún problema (los ancaps apoyaron al minarquista Ron Paul con entusiasmo). Otra cosa es determinar el criterio para determinar cuál es el candidato o la propuesta política menos liberal entre dos opciones, como fue el caso de Donald Trump e Hillary Clinton, el brexit o el remain o la secesión de Cataluña. Si nos fijamos bien, ninguna de ellas es un debate entre anarquismo y liberalismo, pues todas son opciones estatistas pero que sí que definen futuros alternativos. Digamos, simplificando mucho, que unos, los ancaps, definen sus preferencias políticas a largo plazo con el principio claro de debilitar el poder estatal, mientras que los otros tienden a pensar en la opción que garantice a corto plazo un mayor grado de libertad aunque a medio plazo refuerce el poder estatal. Si existiese consenso claro de lo que constituye una opción política más liberal o libertaria no tengo duda de que estaríamos unidos en el mismo bando en la mayor parte de las disputas políticas.

Una vez remarcado este punto me gustaría explicar la utilidad del anarcocapitalismo en tres dimensiones distintas: teórica, política e incluso a nivel individual. Aun sin llegar a la soñada Ancapia, el propio hecho de imaginarla y pensarla ha traído a mi entender aportaciones teóricas de primera línea a las ciencias sociales, en especial a la política y la economía. En primer lugar, ha puesto de actualidad, por lo menos entre nosotros, el estudio del Estado. A pesar de los intentos de Theda Skocpol de traer de nuevo el Estado a primer plano en el seno de las ciencias sociales, este objetivo para nada se ha conseguido. Las asignaturas de Teoría del Estado han desaparecido en la mayor parte de las facultades de Ciencias Sociales y Jurídicas, siendo sustituidas por asignaturas dedicadas a estudiar, y en muchos casos a justificar, los sistemas políticos actualmente existentes, dándolos por establecidos, sin discutirlos nunca en profundidad. Se habla mucho de instituciones o procesos pero muy poco de dónde viene el poder político y mucho menos de su génesis y legitimidad. En las facultades de Economía, el Estado es sustituido por una suerte de benéfico regulador que establece marcos legales e interviene para corregir los ciclos o las numerosas disfunciones de los mercados. Pues bien, los académicos ancaps han conseguido que parte de la academia se vuelva a interesar por el estudio del Estado.

Ya no es infrecuente encontrar artículos o libros académicos dedicados en nuestros ámbitos a estudiar el Estado, sino incluso aparecen trabajos que osan cuestionarlo y ya no sólo en revistas libertarias. Incluso aparecen revistas académicas dedicadas al estudio de su origen y evolución como Social Evolution & History (puede descargarse en internet).  Además del estudio del propio Estado, el anarcocapitalismo es útil para imaginar respuestas a problemas sociales sin la intervención de medios políticos y para rastrear bien en el pasado bien en otras latitudes geográficas soluciones ya existentes. El anarcocapìtalismo despierta, o por lo menos a mí me lo ha despertado, el interés en la historia económica, en especial en etapas como la edad media donde el Estado aún no se había desarrollado, y en lugares o culturas donde este todavía no existe o hace bien poco que se ha instaurado. Los estudios de antropología social, si bien en su mayoría no están orientados hacia el libertarianismo, ofrecen un rico muestrario de ejemplos de soluciones a problemas humanos en ausencia de coerción física. Es más, nos muestran que durante la mayor parte de la historia humana y en la mayor parte del territorio habitado, el poder político no sólo no tenía presencia sino que eran resistidos los intentos de instaurarlo. En los debates que he mantenido a lo largo de mi vida antes de descubrir el anarcocapitalismo me encontraba con que a la hora de afrontar una cuestión para la que no tenía respuesta siempre recurría a la intervención estatal para solventarla. Cuando me preguntaban quien cuidaría de los pobres o de los más desfavorecidos o cómo se regularía el tráfico, por ejemplo, siempre respondía que eso lo debería hacer el Estado. Pero, claro, al final de las discusiones casi siempre me encontraba con que mi liberalismo no servía de casi nada para dar respuesta a los problemas, y con que este estaba siempre tutelado por tal institución. El anarcocapitalismo obliga a estudiar los asuntos en profundidad y a buscar respuestas en el pasado o a imaginar posibles respuestas. Y muchas de ellas se aplican después a la vida cotidiana o forman parte del arsenal teórico incluso del liberalismo. Por ejemplo, el descubrimiento de todo el rico mundo de la asistencia social privada  no habría sido posible para mí sino me hubiese preguntado algún día cómo podrían y deberían ser prestados tales servicios, que en principio no ofrecen un incentivo claro de lucro, en ausencia de algún benéfico poder redistribuidor. Lo mismo acontece con el tráfico, la defensa, la justicia y otras vacas sagradas del estatismo. El mero hecho de eliminarlo en mis respuestas consiguió que descubriese que habían existido, existen o podrán existir soluciones a los principales problemas sociales sin tener que recurrir a la fuerza. Recurrir al Estado es un comodín muy útil, pero el anarcocapitalismo es, a mi entender, mucho más estimulante intelectualmente,  pues obliga a  investigar, a descubrir e incluso a cuestionar buena parte de la sabiduría convencional. El problema es que después uno se encuentra aspectos estatistas en las cosas más insospechadas al tiempo que se descubren ingeniosas soluciones anarquistas también en cualquier parte.

El segundo aspecto para el cual el anarcocapitalismo puede ser de alguna utilidad es a la hora de frenar el estatismo. Como ya hemos manifestado en escritos anteriores, el anarcocapitalismo se caracteriza por  una visión negativa del Estado. El Estado descansa para su funcionamiento en el uso en última instancia de la fuerza y la coerción y, por tanto, aun dirigido por ángeles sería siempre en esencial un ente inmoral y agresor. Esta filosofía también nos muestra las distintas formas que este usa para garantizar la obediencia, algunas claramente violentas o coercitivas, como multas, prisiones o apaleamientos. Otras, en cambio, de forma más sutil se envuelven en un lenguaje familista, usando la expresión de Sorokin, y utilizan conceptos paternalistas o de hermandad para justificar políticas redistributivas o exacciones fiscales. Esta visión negativa del Estado ha derivado en al menos dos consecuencias positivas. La primera es el desarrollo de técnicas para defenderse de la intrusión del Estado que han derivado en mejoras tecnológicas que benefician a millones de usuarios. El desarrollo de la criptografía es un muy buen ejemplo. Steven Levy en su libro Cripto narra la evolución de las modernas técnicas criptográficas como una lucha contra la intromisión del Estado en las entonces incipientes redes. Tras dura batalla lograron defender la privacidad de la red frente a la intromisión del  entonces vicepresidente Gore, que quería que permaneciesen abiertas al control estatal. Pero Levy explica muy bien que dichas luchas fueron de naturaleza ideológica y que estaban inspiradas en idearios libertarios que compartían una visión muy negativa del Estado. Supongo que si fueran liberales admitirían un poquito de regulación (el problema es que después no habría quien las parase). Visión ideológica que comparten los inventores del bitcoin y los desarrolladores de la arquitectura blockchain. Tapscott en su libro sobre el blockchain reconoce, por ejemplo, la ideología libertaria de los diseñadores del Ethereum. También la red Telegram tiene un origen similar como el mercado virtual Silk Road, cuyo fundador Ross Ulbricht ya conoce en su propia piel la bondad y la calidad democrática del Estado moderno.

A otro nivel, más personal, las ideas anarcocapitalistas  tienen también su utilidad, incluso para el liberal y el minarquista que quieren limitar el poder del Estado. Si éstos pretenden limitarlo con constituciones o normas escritas, los ancaps consiguen el mismo objetivo de forma mucho más eficaz simplemente con adoptar su ideario, sin hacer nada más. Como ya explicamos también en otras ocasiones, no es un programa revolucionario ni violento, ni llama al martirio por la causa puesto que no es un programa político. Pero basta con pensar en sus términos para que todo cambie. Las religiones antiguas desparecieron y perdieron todo su poder simplemente porque la gente dejó de creer en ellas. Los Estados lo saben y por eso se esfuerzan en intentar monopolizar los sistemas educativos para construir ciudadanos que no cuestionen su legitimidad. El ancap simplemente deja de creer en él y en su poder, aunque lo obedezca y cumpla escrupulosamente sus leyes y normas. De esto se sigue algo muy simple: la obediencia pasa a ser consciente. Estamos acostumbrados, por educación y costumbre, a obedecer las normas del gobierno de forma no consciente y automática. Si nos suben los impuestos, nos expropian o nos prohíben fumar en nuestra propiedad, lo acatamos automáticamente, como cualquier otra orden o directriz que provenga del gobierno. En el día a día obedecemos incluso órdenes de caminar en una dirección si así nos lo indican. Si dejamos de creer en el Estado, la obediencia se transforma en consciente. Es decir, percibimos como una orden todas y cada una de las acciones que ahora llevamos a cabo de forma rutinaria. No es lo mismo percibir una norma como legítima y acatarla con normalidad que percibirla como una orden y además por parte de un actor del que se discute su legitimidad. Aun acatándola se percibiría como un abuso y, muy probablemente, afrontaríamos la orden de la misma forma que lo haríamos si un vecino o un desconocido más fuerte que nosotros y armado nos pide que le demos la mitad de lo que ganamos o no nos deje hacer o consumir algo. Lo acataríamos por miedo, pero muy a regañadientes. Esto lleva necesariamente, se quiera o no, a una suerte de resistencia pasiva a la autoridad ahora percibida como ilegítima que minaría sustancialmente la capacidad de actuación del poder político. Es la técnica que propone Gene Sharp en su libro sobre resistencia no violenta. Prueben a pensar así aunque sea solo por un día, sólo pensar como se podría desarrollar tal o cual actividad en ausencia de Estado y en pensar en las órdenes que nos dan personas y en que son en efecto órdenes no aceptadas. No pensemos en el Estado, pensemos en que son personas concretas y reconocibles las que nos dan las órdenes, y el mundo comenzará a cambiar.

Feliz Navidad.

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