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Algunas cuestiones disputadas sobre el anarcocapitalismo (XXXIX): el anarcoprimitivismo

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Podemos sacar provecho del estudio de las muy variadas formas de organización política con que contaban nuestros antepasados.

Dado que la forma de vida de las sociedades primitivas no incluía la presencia de organizaciones estatales, no es de extrañar que los teóricos que abominan de la actual civilización y ponen sus ojos en el pasado sean al mismo tiempo anarquistas. El anarcocapitalismo es una idea futurista que, si bien busca referentes en instituciones del pasado prehistórico para inspirar alguna de sus ideas, está más bien orientada a construir una sociedad tecnológica aprovechando la tecnología y muchas de las instituciones sociales existentes. Pero la huella del Estado está ahí y todos la tenemos muy presente, desde el idioma que hablamos hasta la religión o nuestra conciencia histórica. No se puede eliminar el pasado con una goma de borrar. Cualquier nuevo diseño tendrá que partir de esta realidad y de lo que de ella hemos aprendido. Para construir una sociedad sin Estado necesitamos necesariamente partir de él, pero orientando nuestra acción hacia el futuro.

Sin embargo, muchos de los primitivistas diseñan el futuro pensando en el pasado y sus hermosos y espirituales diseños pretenden borrar de la memoria humana todo rastro de civilización, incluyendo, claro está, nuestra memoria del Estado, del cual son tan críticos como podemos serlo nosotros. Es esta una curiosa corriente anarquista, orientada por una crítica radical a la civilización, que ellos mismos reconocen irrealizable, pero que puede hacernos reflexionar mucho sobre la naturaleza del Estado y la civilización, y que, si bien no puede ser aceptada como tal por nosotros, sí que puede traernos alguna luz sobre algunos de los problemas que discutimos en estas páginas.

Los anarcoprimitivistas no constituyen una escuela en el sentido estricto del concepto. Se trata de los escritos de un grupo relativamente nutrido de autores, entre los que destacan numerosos antropólogos, que cuestionan las supuestas virtudes de la civilización moderna.

Marshall Sahlins, con su clásico tratado La economía de la edad de piedra, nos describe un tiempo sin desigualdades, sin necesidad de trabajar de forma continua y sobre todo pletórico de abundancia al contar nuestros antepasados con todo lo necesario para la vida y, al tiempo, tener unas necesidades muy distintas de las actuales. Este paraíso acabaría con las primeras civilizaciones que vendrían acompañadas de la dependencia de la tierra y de la aparición de las primeras formas de dominación políticas. Autores como Daniel Quinn, un reaccionario de verdad, no de los que ahora abundan, en obras como Ishmael, La historia de B. o Beyond Civilization, cantan las bondades del Pleistoceno para la vida humana (lo cierto es que son libros muy hermosos, en especial la novelada Historia de B.). En la línea del libro anterior, narra un tiempo pacífico de vida calmada y guiado no por leyes sino por costumbres y tradiciones. Otros, como el líder actual del primitivismo, John Zerzan, en libros como Futuro Primitivo o El crepúsculo de las máquinas, no sólo critican la mecanizada sociedad actual en la línea del ludismo de JacquesEllul, Lewis Mumford o David Noble (muy recomendable al respecto su libro La locura de la automatización), sino que van más allá y critican cualquier vestigio de civilización como la música o incluso el lenguaje por considerarlos perturbadores de la armonía primitiva.

Autores más académicos como David Graeber (En deuda), Darcy Ribeiro (El proceso civilizatorio o su novela Utopía salvaje), Stanley Diamond (De la cultura primitiva a la cultura moderna o su In search of the primitive) o William Ophuls (Plato’s revenge con excelente bibliografía primitivista), sin llegar a los extremos de los anteriores, sí que manifiestan su querencia por ciertos aspectos de la vida primitiva, si bien reconociendo la imposibilidad de volver a aquellos míticos tiempos.

La crítica al primitivismo es fácil, y la reconocen muchos de estos autores. No sería posible volver atrás sin causar miles de millones de víctimas y catástrofes sanitarias y ambientales derivadas bien del abandono del cuidado del entorno que ahora se mantienen más o menos controladas (bioinvasiones, por ejemplo, que, si bien son causadas por la civilización, en caso de destrucción de la misma permacerían igual; no sería posible revertirlas) bien del propio clima. Si la civilización humana puede modificar el clima, su ausencia lo modificaría también, y no sabemos de qué forma podría hacerlo ni si sus consecuencias serían positivas o negativas o cómo afectaría a regiones concretas. Sería algo semejante a las teorías del decreciemiento tan de moda en algunos medios, solo que a una escala mucho mayor. Al igual que el crecimiento no puede ser planificado, el decrecimiento tampoco puede serlo, y mucho menos una transición ordenada a una sociedad primitiva. Todo esto sin contar con que el conocimiento, una vez descubierto, está presente en nuestras mentes y no puede ser borrado. Al igual que, por ejemplo, es absurdo programar el desarme nuclear simplemente porque ahora mucha gente sabe cómo se hacen esas armas y que en caso de necesidad o por oportunismo podrían volver a ser construidas, es muy utópico pensar que los primitivos del futuro hiciesen uso de su conocimiento simplemente para encender fuego o para hacer uso de los materiales que nos rodean. Habría que borrar además de bibliotecas y bases de datos la memoria de los futuros pobladores de la tierra, las técnicas inmateriales de pensar (como la lógica de la investigación científica o la capacidad de elaborar música) y el mismo lenguaje. Y no es de descartar que a la primera enfermedad grave no nos acordásemos de la existencia de los antibióticos, por ejemplo. Nunca partiríamos de cero, por mucho que se pretendiese. Ni siquiera el caso de alguna catástrofe nuclear o alguno de los eventos catastróficos que nos podrían devolver a la edad de piedra, como los que enumera John Casti en su X-Events, podría realmente hacernos volver a aquella época. La civilización permanece en nuestra memoria y en nuestras memorias artificiales y ya estamos muy “viciados” por ella. Ni siquiera aguantaríamos unos días sin electricidad o combustible, como bien se nos recuerda en ese libro.

Cuestión aparte es que no podamos aprender nada de los primitivos y sus formas de organización social para pensar futuros alternativos sin Estado, de tal forma que pudiesen ser adaptadas.

La lógica de organización tribal, defendida por estos autores, podría tener mucha potencialidad para organizar comunidades. La profesora María Blanco escribió hace algún tiempo un interesante libro sobre Las tribus liberales usando la metáfora tribal para aplicarla a los diferentes grupos que pueblan el espacio liberal hispano. Cada una de estas tribus propone formas distintas de organizar algún tipo de sociedad en el futuro y tienen, por lo tanto, en germen la posibilidad de construir espacios de convivencia distintos, en competencia entre sí, de ser llevados a cabo. Recordemos que el anarcocapitalismo no promueve una única forma de organización social para toda la tierra sino la posibilidad de autoorganizarse a grupos humanos en ausencia de coerción estatal. Cuando Daniel Quinn propugna una nueva revolución tribal está pensando en algo así, en comunidades organizadas sobre tribus ya preexistentes. De hecho, estas ya están bien presentes en nuestras sociedades contemporáneas, como bien apunta el sociólogo Michel Maffesoli en su libro El tiempo de las tribus, en forma de estilos de vida alternativos, en la pluralidad de comunidades religiosas que pueblan nuestras ciudades o en cosas aparentemente tan banales como las hinchadas de fútbol de algunos clubes, que constituyen lealtades y formas de vida asociadas a los colores del club. Si bien no son un fenómeno generalizado y su alcance es limitado, están ahí y no han desaparecido del todo.

También podemos sacar provecho del estudio de las muy variadas formas de organización política con que contaban nuestros antepasados. Stanley Diamond apunta, por ejemplo, que las jefaturas en aquellos tiempos no estaban centralizadas y no se basaban en el poder sino en la autoridad. También apunta a una suerte de diversidad funcional entre ellas. Las jefaturas primitivas no implicaban la existencia de un aparato de dominio y recaían en personas con características especiales, como los llamados grandes hombres o los ancianos de la tribu. Incluso no eran extrañas las jefaturas colectivas, como las de todos los ancianos. Estas jefaturas no implicaban el ejercicio de la fuerza sino una suerte de acatamiento basado en la mayor experiencia o un superior desconocimiento, y podían perfectamente no ser acatadas. Lo mismo acontece con las jefaturas funcionales. Los antiguos podían tener jefes de guerra, jefes religiosos o jefes de juegos, pero su autoridad se circunscribía a ese ámbito específico y cesaba con el ejercicio de tal actividad. Creo haber relatado la historia de Jerónimo, el mítico jefe de guerra apache, impotente para ser obedecido no solo en ámbitos funcionales fuera de la guerra sino incluso en la misma guerra, pues podía perfectamente no ser seguido por sus guerreros si estos entendían que la guerra no merecía la pena. Se cuenta que alguna vez fue al combate en compañía de solo tres compañeros, pues el resto de la tribu se negó a seguirle en sus andanzas. Este modelo de jefatura funcional podría ser perfectamente imitado o mejorado en hipotéticas sociedades sin Estado futuras.

También son de mucho interés las críticas que los primitivistas hacen a las tecnologías estatistas. No porque podamos erradicar esas tecnologías, que no podemos, ni porque así lo deseemos, que tampoco está en nuestro programa, sino como advertencia al uso que se le puede dar a nuevas tecnologías, que en principio pueden parecer liberadoras pero que después pueden transformarse en un eficaz instrumento de control por parte de los poderes políticos. La escritura, por ejemplo, a pesar de ser un eficacísimo instrumento de expresión, fijación y difusión de ideas, fue usada desde sus comienzos para elaborar documentos burocráticos y fiscales. Las matemáticas lo fueron para calcular superficies y los censos no se usaron precisamente para conocer las necesidades de la sociedad y poder, por tanto, atenderlas adecuadamente, sino para establecer tributos y reclutas militares. Muchas tecnologías de hoy día, como el internet, de origen parcialmente estatal, aparentan ser liberadoras y, en efecto, pueden serlo, pero me temo que pueden derivar, si no se cuida uno de ellas, en instrumentos de opresión y control que ya le hubiesen gustado a los incipientes Estados de los faraones y los asirios.

Por último, es de mucho interés el enorme repertorio de técnicas con que contaban los antiguos para establecer sistemas de justicia y mantenimiento del orden público, si es que este último concepto es de aplicación. En sociedades como la nuestra, en las que la principal sanción es el encarcelamiento, y que se aplica sin distinción a todo tipo de crímenes, desde a un asesino hasta a un monedero falso, llama la atención la utilización de una pluralidad de medios de sanción, desde el ridículo y la exposición pública hasta diferentes grados de ostracismo. Y todo ello aplicado sin necesidad de un aparato de Estado encargado de llevarlas a cabo. Jared Diamond escribió hace unos años un libro titulado El mundo hasta ayer, cuyo subtitulo se refiere a qué podemos aprender de las sociedades primitivas, y lo cierto es que también nosotros podemos aprender alguna cosa, aunque para nada queramos ni podamos volver al pleistoceno.

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