Skip to content

Algunas cuestiones disputadas sobre el anarcocapitalismo (XXXVIII): el anarquismo colectivista

Compartir

Compartir en facebook
Compartir en linkedin
Compartir en twitter
Compartir en pinterest
Compartir en email

El principal problema del anarquismo colectivista es no formular soluciones viables en el ámbito económico y social.

Como acontece en muchas familias, compartir orígenes comunes no impide que se den relaciones conflictivas entre sus integrantes ni disputas por la herencia de los mayores. Incluso se puede ignorar la existencia de los otros, renegar del parentesco o no tratar a parientes “ilegítimos”. A la familia del anarquismo le sucede algo semejante. Ambas corrientes, la capitalista y la colectivista, comparten orígenes comunes, pero se han ido alejando con el tiempo hasta llegar a una incomunicación total o incluso a un desconocimiento mutuo. El anarcocapitalismo es cierto que deriva buena parte de sus genes del liberalismo clásico de libre mercado, llevándolo a su extremo, pero no es menos cierto que desciende también de forma más o menos espuria del pensamiento anarquista norteamericano a través de la obra de su fundador, Murray Rothbard. En muchas ocasiones se resalta el carácter de Rothbard como un continuador de la Escuela austriaca, con aportaciones propias como la extensión de la imposibilidad del cálculo económico en el socialismo al ámbito de la empresa, resultando su anarquismo de una mera extensión lógica de los principios liberales. Esto es, si el mercado es capaz de fabricar pan en abundancia y con calidad y precio aceptables, ¿por qué no iba a poder hacer lo mismo con la justicia o la seguridad? O, a la inversa, si el Estado puede producir estos servicios correctamente, ¿por qué no habría de hacerlo igual de bien produciendo peluquerías o bebidas isotónicas, que en apariencia son más fáciles de producir? De hecho, muchos anarcocapitalistas no cuentan con una teoría política de la anarquía y no la ven más que como una extensión del mercado a todos los ámbitos de la vida económica y social. Pero Rothbard si tenía una teoría política de la anarquía, la que deriva de los anarquistas clásicos como los taoístas, el pensamiento monárcomano tardomedieval y renacentista o los anarquistas individualistas norteamericanos como Thoreau, Tucker o Warren. Así, el principal mérito teórico de Rothbard fue el injertar esta tradición teórica en el tronco de la Escuela austriaca de economía, escuela que para nada defendía principios anarquistas sino liberales o conservadores (no creo, por ejemplo, que al ministro conservador Bohm-Bawerk le hiciese mucha ilusión contarse en el bando de los que asesinaron a la emperatriz Sissi). Los resultados podrían ser discutibles, pero cuanto menos habrá que reconocer que despertaron mucho interés y reavivaron el interés por la vieja escuela, que se encontraba casi a punto de desaparecer.

Pero si Rothbard incorpora elementos anarquistas en la teoría social capitalista y desarrolla la doctrina del anarcocapitalismo esto quiere decir que esta escuela tiene muchos puntos en común con el anarquismo colectivista. Si hacemos caso a Peter Marshall en su monumental historia del pensamiento anarquista, Demanding the Impossible, el actual anarquismo colectivista sería el resultado de la introducción de principios anarquistas en el tronco del socialismo. En efecto, el socialismo incorporó elementos del anarquismo clásico a los movimientos anticapitalistas decimonónicos a través de la obra de Bakunin y Kropotkin (o incluso en ocasiones del propio Marx), de tal forma que estos se apartaron de la línea principal del pensamiento socialista, fuertemente estatista, y constituyeron una tradición propia que pronto se enfrentaría, en ocasiones de forma muy sangrienta (en España o en la URRS, por ejemplo), al mainstream socialista.

Ambas tradiciones, la anarcocoapitalista y la anarcosindicalista o colectivista, comparten muchas cosas, pero ambas se han desarrollado a espaldas una de la otra, cuando en la más completa ignorancia o incluso desprecio mutuo. Ni unos ni otros citan en sus manuales o trabajos teóricos a los trabajos de los otros y cuando lo hacen es para desmarcarse. Aún recuerdo una convocatoria anarquista a un congreso en el que explícitamente se excluía de ella a los anarcocapitalistas (eran más tolerantes eso sí con los mutualistas, a medio camino de ambos).

Pero guste o no tienen antepasados comunes, y a veces es muy evidente. Su teoría del Estado es sustancialmente la misma, pues proviene de las mismas fuentes. Ambos ven al Estado como un ente predador y claman por su abolición, al tiempo que ambos están siempre ideando formas de vida viables al margen del mismo (véase, por ejemplo, el libro, traducido hace unos años, de Emile Armand, Formas de vida sin el Estado). Si uno se acerca, por ejemplo, al libro del anarquista francés Gastón Leval (residente durante mucho tiempo en España), El Estado, parece que está leyendo a un anarcocapitalista moderno. También comparten con el anarcocapitalismo moderno la querencia por la descentralización política, el antiimperialismo o la eliminación de la guerra como instrumento de política exterior. Las ideas anarquistas, justo es decirlo, no han sido históricamente muy agresivas, pues salvo algunos atentados a finales del XIX y principios del siglo XX (muy relevantes porque afectaron a jefes de Estado como Cánovas o McKinley) y violencia sindical, no se aproximan ni de lejos a las muertes causadas por otras ideologías del mismo tiempo. Sus hechos más sangrientos fueron durante la guerra civil española, pero por desgracia allí hubo crímenes de todos los colores. Eso en el mundo anarcolectivista, pues en el ancap no se conocen llamamientos a la violencia directa, ni está previsto que los haya.

Pero ¿qué es lo que nos separa entonces si ambos compartimos visiones idénticas del Estado? En principio no sería incompatible en una sociedad sin Estado que ambos llevasen a cabo su ideal, unos habitando comunidades o agrupaciones privadas socialistas y otros en sociedades de propiedad privada. Es más, muchos anarquistas como Proudhom y sus sucesores mutualistas, reconocieron la contribución de los mercados a la posibilidad de una sociedad sin Estado. Lo que nos separa es básicamente nuestra diferente concepción de lo que es el poder y la autoridad. Los anarquistas, desde Max Stirner, quieren abolir todos los absolutos y todas las relaciones de poder y jerarquía en la vida social. Para ellos toda situación en la que se ejerza poder o autoridad, aún asumida voluntariamente, es ilegítima de origen. Una fábrica, una iglesia, incluso un centro educativo, son figuras tan inasumibles como la recluta de hombres para una guerra o la expropiación fiscal, porque en ellas se dan situaciones de jerarquía y dominación de unos hombres sobre otros. Instituciones como el dinero o la familia en la medida en que contribuyan a la perpetuación de un régimen jerárquico deben ser también combatidas, y así lo han hecho, con resolución. Para los ancap, en cambio, sólo serían ilegítimas las situaciones en las que existe coacción, sea a través del uso de la fuerza o bien gracias al uso de amenazas consistentes sobre la integridad física, la propiedad o los seres queridos del amenazado. Creo que fue Chesterton quien afirmó que las disputas realmente importantes son las que resultan de discutir por una coma o por el significado de una palabra.

En este caso, al menos, esta afirmación es cierta. Una visión distinta de lo que es o no es el poder ha conducido a una doctrina a la que le gustaría abolir instituciones como la propiedad, la familia, el dinero, la religión o la fábrica, que han tenido un papel importantísimo en la evolución social y que son las que permitirían en última instancia la pervivencia de una sociedad sin Estado, sea del tipo que sea, manteniendo al menos un nivel mínimo de vida.

Pensemos, por ejemplo, en el dinero, institución muy denostada en el mundo anarquista (intentaron sustituirlo por vales de trabajo durante la guerra civil española, con las consecuencias previsibles). Ninguna comunidad anarquista puede mantener un nivel de vida, ya ni siquiera como el actual sino como el de hace dos siglos, en autarquía. Los anarquistas precisarían de metales, combustibles, medicamentos, utensilios de labranza, libros, tejidos… y algún tipo de maquinaria y herramientas para obtener y conservar todos esos bienes. Salvo, claro está, que quisieran volver a vivir como nuestros antepasados paleolíticos. Pero eso deberían decirlo, al igual que mucha gente no sería capaz de sobrevivir a la experiencia. Dado que en una comuna a pequeña escala no se puede disponer de todos esos insumos, será necesario algún medio de intercambio aceptado por todas las comunas o grupos que permita la división del trabajo a nivel mundial y poder conseguir todos esos bienes. Aun partiendo de una transición pacífica hacia ese modelo en la cual se mantengan intactos todos los bienes de capital y el conocimiento tecnológico preciso para producirlos, estos no se podrían coordinar de forma necesaria para obtener no solo la actual producción sino una diminuta fracción de la misma. El argumento de la imposibilidad económica en el socialismo se aplica aquí también, pero no por socialismo sino por ausencia de una unidad de cuenta y cálculo común. Además, aun asumiendo que existiese algún patrón monetario mundial aceptado por los anarcolectivistas, estos tendrían que asumir desigualdades, no solo dentro de las comunas sino entre las comunas, debido a que incluso en una sociedad así la capacitación y calidad de la mano de obra, la calidad de la tierra, la estructura demográfica o incluso el clima no serían exactamente iguales entre todas las comunas, y habría diferencias entre ellas, que podrían llegar a ser muy relevantes. En el fondo no sería muy distinto de un sistema de cooperativas, solo que estructurado a nivel mundial.

Algo semejante acontece con el sistema fabril y la autoridad en el ámbito de la empresa. En primer lugar, considero que no procede usar la denominación de poder para referirnos a la asimetría de relaciones que acontecen en el ámbito laboral, puesto que el trabajador puede en cualquier momento abandonar su puesto de trabajo y no acatar las órdenes del patrón, y este no tiene forma de obligarle. La única vía es intentar negociar nuevas condiciones contractuales de tal forma que el trabajador quiera permanecer. Su única sanción posible es la de romper la relación con el trabajador, pero tampoco en este caso podemos hablar de poder, pues este no puede obligar al empleador a que quiera seguir contratando con él y a que continúe una relación que no le convenga o quiera mantener.

Pero sí es cierto que en el mundo laboral existen relaciones de autoridad e incluso forzando el término, de despotismo. El trabajo humano coordinado precisa de cierta división del trabajo, sea en una fábrica capitalista, sea en una fábrica anarquista, y es necesaria la figura de algún tipo de coordinador que pueda fijar horarios, ritmos o aplicar algún tipo de sanción a quien no se adecue al ritmo de producción, simplemente por conseguir un mínimo de eficacia organizativa. Pero esto es necesario en un club de fútbol anarquista, en las ceremonias religiosas o laicas, en un centro de estudios y en infinidad de otras situaciones sociales. Otra cosa es discutir la institución de la fábrica o incluso del trabajo asalariado. Se puede discutir, y yo lo hago en ocasiones, si el actual tamaño de las unidades productivas es el adecuado o está en cierta forma subvencionado por el Estado, pero otra cosa es no reconocer que muchos bienes complejos precisan de cierta dimensión para ser producidos y que estas unidades precisan de algún tipo de coordinación y autoridad (no poder) para poder funcionar. Incluso en una comuna. El trabajo asalariado precisaría de un debate más profundo, pero hay que apuntar que su abolición implicaría una reducción casi extrema de la capacidad de las personas de cambiar de empleo o incluso de desplazarse de localidad, pues implicaría que el nuevo empleador tendría que aceptar como una suerte de “socio cooperativista” al desplazado.

En definitiva, el anarquista colectivista hace críticas muy inteligentes al Estado y es muy imaginativo a la hora de proponer nuevas formas de convivencia, y esto puede ser de mucha utilidad para nosotros, pero también creo que su principal fallo es no formular soluciones viables en el ámbito económico y social. Pero la lectura de sus clásicos sigue siendo estimulante y una buena fuente de aprendizaje para el ancap.

1 Comentario

  1. Yo por ejemplo no veo tanta diferencia entre Bakunin y Rorthbard. Bakunin no negaba el libre mercado y tampoco el valor del dinero. De hecho Bakunin tampoco negaba que un obrero pudiera tener propiedades individuales


Añadir un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Más artículos

Sobre la libertad económica en Europa

Según el último Índice de Libertad Económica publicado por la Heritage Foundation, algunos países europeos se encuentran entre los primeros lugares a nivel mundial.