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Aranceles y salario mínimo

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Stop productos extranjeros

Las barreras arancelarias son antiquísimas. El arancel es un impuesto aplicado generalmente a los bienes importados para dificultar su entrada en un territorio dado. Nacieron de la mano del comercio internacional hace miles de años. Sirven para aumentar los precios de los productos importados y, por tanto, permiten a los productores domésticos de bienes similares cobrar precios más elevados. Los grupos de presión internos logran de esta manera blindarse frente a una competencia extranjera más barata.

La biografía económica solvente desde, al menos, David Ricardo establece que el libre comercio mundial genera ganancias para todos los participantes en el mismo gracias a las ventajas relativas o comparativas. Sin embargo, a pesar de sus beneficios contrastados, los gobiernos nacionales siguen aún hoy obstaculizando el comercio exterior de muy diversas maneras. Recurrir al argumento de la protección de la industria nacional para imponer aranceles o tarifas está peor considerado que hace unas pocas décadas. Los gobiernos y sus cabilderos buscan ya otras barreras no arancelarias (cuotas, reglamentos sanitarios, de protección del medio ambiente, de calidad técnica, controles de embalaje, etc.) acordes con las sensibilidades actuales con el fin de mantener sus trabas al comercio. Esto es, puro mercantilismo camuflado inyectado por las venas de cada economía doméstica.

Qué duda cabe que los aranceles tienen sus ventajas: mejoran la posición de la balanza comercial, generan ingresos para el Estado y protegen la producción y los puestos de trabajo nacionales al blindarlos de la competencia extranjera. Pero lo que se gana por un lado se pierde por otro: se perjudica a los productores exteriores al dificultarles el acceso a los mercados con potencial demanda de sus bienes (siendo los países en desarrollo los más perjudicados), se daña el poder adquisitivo de los consumidores nacionales en su conjunto pues acaban comprando productos más caros y/o de menor calidad y no se permite que surjan nuevos trabajos a resultas de un incremento en la productividad de la economía al verse enfrentada a una mayor competencia de fuera. Son más los perjudicados que los beneficiados pero estos últimos (lobbies empresariales) están mucho mejor organizados.

Desde hace mucho tiempo los liberales venimos echando pestes de las barreras al comercio internacional por mermar la productividad e innovación en general, por ser empobrecedoras e injustas para los consumidores y especialmente dañinas para los países más vulnerables.  

Stop mujeres, negros, jóvenes e inmigrantes

El salario mínimo (SM) se estableció por primera vez a finales del siglo XIX en Australia y en Nueva Zelanda con la loable meta de preservar un mínimo estándar de vida para los trabajadores menos cualificados. Luego se fue extendiendo a buena parte de las naciones occidentales. El Estado de Massachussets fue la primera jurisdicción que lo adoptó en los EE UU en 1912. Esta legislación primitiva fue, no obstante, muy sincera en sus motivos: prohibió a las empresas de algunos sectores contratar a mujeres y jóvenes por debajo de cierto nivel salarial ya que lo logrado sindicalmente no debía ponerse en tela de juicio. En aquella época no se estilaba lo políticamente correcto, por lo que se proclamó sin tapujos que las mujeres e imberbes debían permanecer en el lugar que les correspondía, es decir, en sus hogares y sin amenazar los ingresos de los padres de familia sindicados. Eran otros tiempos y se podía argüir de forma tan cafre y paternalista según cánones al uso de entonces para defender lo propio. Era lo mínimo que se esperaba del pater sindicalis.

Hasta la década de los cincuenta, en los EE UU la tasa de desempleo de los trabajadores negros iba pareja a la media nacional. Las empresas constructoras del norte contrataban preferentemente a los negros no sindicados provenientes del sur para disgusto de los trabajadores blancos que veían con impotencia mermados sus empleos. Esto cambió cuando el SM federal hizo su aparición con la Davis-Bacon Act de 1931 y se fue actualizando mediante las sucesivas leyes denominadas FLSA (vigentes hasta el día de hoy). Al principio, los niveles salariales mínimos estuvieron por debajo del mercado debido a la inflación, por lo que sus nocivos efectos sobre negros y otras minorías desfavorecidas no se dejaron sentir. Sin embargo, a partir de mediados de los años 50, al subirse el SM de la hora laboral abruptamente por encima del nivel de precios del mercado, el desempleo entre la población negra fue aumentando consistente y proporcionalmente mucho más que la blanca.

El economista norteamericano Walter E. Williams, al hacerse consciente de ésta y muchas otras trabas que afronta el negro estadounidense por culpa de las iniciativas «humanitarias» de los congresistas de su país, escribió State against blacks (1984). Como indica más de una vez en este libro, las intenciones del legislador son irrelevantes para los resultados económicos. Más tarde, en South Africa’s war against capitalism dicho economista analizó las leyes laborales racialmente discriminatorias contra los negros en aquel país africano. Descubrió que las leyes de SM fueron la herramienta más sutil y eficaz de los sindicados blancos para protegerse y evitar que los trabajadores negros les desplazaran por precio de sus puestos de trabajo al dificultar a éstos -por su menor productividad- el alcanzar la rentabilidad mínima esperada para ocuparlos a esos salarios marginales.

Hoy el SM tiene efectos semejantes pero son otros los argumentos utilizados. A esto se suman los efectos inhibidores a la contratación de otras barreras y rigideces laborales.

Se sabe que las leyes de SM dejan en paro también a jóvenes que no tienen la capacidad ni la formación suficientes para lograr ser contratados a los niveles que decreta la ley. Un joven, en los inicios de su andadura laboral, no trabaja esencialmente por dinero sino para adquirir experiencia y aprender del mundo real pues tiene solo inexperiencia y, a veces, mero conocimiento académico (no real). El simple hecho de adquirir experiencia laboral es muy valioso. Un comienzo modesto no es ninguna indignidad, especialmente cuando se están adquiriendo conocimientos y habilidades profesionales que servirán para mejorar sus niveles de ingresos futuros. En cualquier caso, un mal trabajo es mejor que estar parado.

Es una verdadera pena ver innumerables jóvenes desempleados y con la autoestima por los suelos. Los más avispados emigran, los que poseen menos escrúpulos se echan al monte y acceden al trabajo informal o, mucho peor, acaban delinquiendo para malvivir. Otros vegetan impropiamente con subsidios a sus edades, incubando frustración e indolencia.

La mayor parte de la gente que gana por encima del SM no es gente pobre. El problema acuciante está en aquellos que no lo alcanzan. La mayoría de los gobiernos, pese a los efectos destructivos no deseados de las leyes de SM, hacen caso omiso a lo que la mayoría de los economistas tienen que decir al respecto. Como a primera vista parece lo correcto, se usa como medio para lograr la reelección, especialmente cuando las consecuencias económicas a largo plazo llegan demasiado tarde como para ser políticamente relevantes.

En Europa lleva vigente el SM desde hace tiempo en muchos países, menos en la curiosa franja vertical que va de Noruega a Italia. Qué duda cabe que implantar el SM tiene sus ventajas: mejora la posición económica de los trabajadores experimentados más productivos. También sirve para que los sindicatos lo exhiban como un triunfo cada vez que logran subirlo. Pero lo que se gana por un lado se pierde por otro: reduce la contratación u horas de trabajo, se aumentan los precios finales de venta al público y se daña a los marginalmente hoy más débiles, es decir, a los jóvenes en general y a aquellos inmigrantes que estén menos cualificados al quedar fatalmente segregados del mercado laboral.

Solo los liberales desde inicios del siglo XX han criticando las leyes de SM y demás barreras al mercado laboral por destruir oportunidades de trabajo, por ser injustas para la inmensa mayoría de los consumidores y, sobre todo, muy perjudiciales para las personas más vulnerables de la sociedad. Impedirles el que puedan aceptar ofertas iniciales por debajo de un supuesto «umbral de dignidad» es mandarles directamente al ostracismo o apartheid laboral en forma de paro o de trabajo informal. Son más los perjudicados que los beneficiados pero estos últimos (sindicatos) están mucho mejor organizados.

Es ciertamente muy deseable que los salarios aumenten para todos. Solo un mayor crecimiento, un mejor aprovechamiento del capital y una mayor productividad general de la economía lo permite. Por el contrario, si se fuerza dicho aumento por vía de decretos oficiales aparecerán fatalmente siempre y en todo lugar indeseables consecuencias en los comportamientos discriminatorios de los agentes económicos. Lo que importa no son las buenas intenciones del legislador sino las consecuencias de su intervención en el conjunto del cuerpo social.

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