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Bajos costes, altas tasas

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La consigna es de una claridad meridiana: si un tren se accidenta en Inglaterra es por culpa de la privatización de los servicios ferroviarios; en cambio, si el tren se accidenta en Francia, en Alemania o en España, se debe a una mala jugada del destino que se solucionará con mas inversiones públicas. Así, cuando una unidad 125 de la Alta Velocidad británica se estrelló a la entrada de una estación londinense en 1997 causando 6 víctimas mortales todos se echaron la mano a la cabeza acusando a Margaret Thatcher de ser la responsable del desastre. Un año después, el tren de alta velocidad alemán, conocido como ICE, descarriló en un pueblo de la Baja Sajonia y se llevó por delante, además de un puente, la vida de 103 personas. Entonces no pasó nada. Nadie culpó a la Deutsche Bahn, empresa que gestiona los ferrocarriles alemanes, de la tragedia y, naturalmente, nadie puso en duda la titularidad pública de la misma. Todo lo más que hicieron los poderosos sindicatos de la elefantiásica DB fue pedir más dinero al contribuyente para garantizar la seguridad de las líneas, especialmente de las de alta velocidad, agujero negro por donde se van cantidades ingentes de dinero público.

Son los dos raseros con los que se mide un accidente y, a pesar de chocar la comparación, se siguen aplicando sin rubor. Este verano hemos asistido a tres accidentes aéreos de las llamadas líneas de bajo coste. A cada uno le ha sucedido idéntica letanía: los vuelos baratos son inseguros, los propietarios de estas empresas son unos avariciosos que juegan con la vida de sus clientes y, el corolario final e inevitable, si no se interviene ya mismo y se les prohíbe volar en los próximos años habremos de lamentarnos de más y más víctimas. ¿Qué hay de cierto en ello? Nada, absolutamente nada. Las líneas aéreas de bajo coste tienen los mismos accidentes que las demás, es decir, pocos, casi ninguno si tenemos en cuenta la cantidad de operaciones diarias en todos lo aeropuertos del mundo. De hecho, las principales low cost europeas, aerolíneas como Easy Jet, Ryanair o German Wings, jamás han sufrido un accidente aéreo y eso que, para ser rentables, han de tener sus aparatos continuamente volando. Eso, claro, no se dice, y se oculta también que los aviones más siniestrados suelen ser los transportes militares, de gestión o contratación pública.

El hecho es que, gracias a estas aerolíneas, campeonas de la eficiencia que contienen sus costes operativos hasta el extremo, millones de personas alrededor del globo pueden hacer ahora algo que antes les era, simplemente, imposible: volar. En Europa, en concreto, las compañías de vuelos baratos se han reproducido como hongos. Las contenidas dimensiones del continente y la política de cielos abiertos auspiciada desde Bruselas ha posibilitado que Madrid y Colonia se encuentren a sólo 19 euros de distancia o que viajar de Londres a Roma sea más económico que tomar un taxi en la ciudad de Támesis. Ser eficientes y, como consecuencia, llevarse a los clientes de calle les ha puesto en contra a muchas de las antiguas compañías europeas de bandera. Las Air France, Alitalia o Iberia no escatiman diatribas e insidias contra sus competidoras, simplemente porque lo hacen mejor que ellas. Luego, sin que se note demasiado, se encargan de imitarlas con desigual fortuna.

Los enamorados del Estado máximo y de los monopolios públicos se han aprovechado de la corriente y afilan sus dientes contra el emprendedor que procura, por encima de todo, hacerse rico sirviendo a sus clientes. Lo primero que sale de su boca es la vieja cantinela ecologista que culpa del calentamiento global al aumento del tráfico aéreo. Eso, lógicamente, no llega al corazón de los viajeros por lo que afinan sus argumentos recurriendo al bolsillo. Dicen que los precios no son tan bajos, que se trata de ofertas que sólo son válidas para un par de asientos. Cierto, los precios de salida son los que son, demasiado bajos, pero no lo es menos que si ahora hay dos plazas a 20 euros antes no había ninguna. Eso prefieren omitirlo. El otro caballo de batalla es la seguridad. Piden más inspectores, más funcionarios y más tasas para mantener a raya a esos “piratas” aéreos. Con tanto lloriqueo y una sostenida campaña en Bruselas a favor de sus intereses lo están consiguiendo. No es extraño ver en el desglose de un billete que las tasas son mayores que el precio del vuelo. La próxima vez que tome un avión fíjese bien dónde va su dinero, se sorprenderá al constatar que una buena parte va a parar a ociosos organismos oficiales. ¿Quién es el avaricioso?

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