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Behavioral investing (I): una cura de humildad

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En la inversión, las personas actúan bajo un injustificado exceso de confianza: tienden a buscar la confirmación de sus ideas preconcebidas.

Decía Benjamin Graham, padre del value investing, que el peor enemigo de un inversor es él mismo. Cualquier persona que desee invertir con éxito no sólo tiene que adquirir una formación financiera adecuada y dedicar un considerable esfuerzo a analizar las oportunidades de inversión a su alcance. También es esencial conocerse a uno mismo: saber cómo tomamos decisiones en un entorno de incertidumbre y cuáles son los errores sistemáticos que cometemos en nuestro proceso de inversión.

Para ello resultan de gran utilidad los avances realizados en el ámbito de la economía conductual, que se dedica precisamente a estudiar cómo los seres humanos tomamos decisiones y qué errores cometemos al hacerlo. Esta disciplina, también conocida como behavioral economics, es uno de los campos de moda dentro de la ciencia económica. El Premio Nobel de Economía 2017, sin ir más lejos, se entregó recientemente al economista estadounidense Richard H. Thaler “por sus contribuciones a la economía conductual”. Y no ha sido el único: el israelí Daniel Kahneman, que junto con el difunto Amos Tversky es considerado el padre de la economía conductual, también obtuvo el Nobel de Economía en 2002 por construir los cimientos de esta fructífera alianza científica entre la economía y la psicología.

Daniel Kahneman explicó en su libro Pensar rápido, pensar despacio que nuestra mente tiene dos “sistemas” o modos de funcionamiento. El Sistema 1 es rápido, automático, intuitivo, emocional, inconsciente y no requiere esfuerzo; si por ejemplo tenemos que calcular 2 x 2, o reconocer la cara de una persona, el Sistema 1 nos da una respuesta inmediata. Sin embargo, si lo que tenemos que calcular es 17 x 49, o tenemos que buscar las 7 diferencias entre dos imágenes casi iguales, el Sistema 1 traslada la tarea al Sistema 2. El Sistema 2 es analítico, racional, lógico y funciona de manera consciente, pero a la vez es lento, perezoso y requiere de esfuerzo.

El problema, seguía Kahneman, es que a menudo el Sistema 2 tampoco es capaz de encontrar una solución adecuada, bien porque no tenemos tiempo para pensar, porque la tarea es demasiado compleja o simplemente porque el Sistema 1 se adelanta: en estas ocasiones el Sistema 1 ofrece un atajo mediante una respuesta intuitiva, instintiva y, muchas veces, equivocada. Este fenómeno a menudo nos induce a cometer errores sistemáticos en nuestra toma de decisiones; errores especialmente acusados en ámbitos nuevos para el ser humano en comparación con el entorno primitivo de nuestros ancestros. A esos errores sistemáticos Kahneman y Tversky los denominaron sesgos cognitivos, y dedicaron toda su carrera a estudiarlos en profundidad.

Diversos autores han aplicado los avances en el campo de la economía conductual a distintos ámbitos: por ejemplo, Richard Thaler los ha aplicado al ámbito de la regulación pública, la salud o las finanzas personales; Dan Ariely ha investigado el impacto de los sesgos cognitivos en nuestras vidas cotidianas, y cómo nos causa problemas como consumidores, trabajadores o en nuestras relaciones personales; otros autores han hecho lo mismo en el ámbito de la medicina, la política, la empresa o la guerra.

Sin embargo, una de las aplicaciones más populares de la economía conductual es al mundo de la inversión: autores como James Montier, Robert J. Shiller o Michael M. Pompian han desarrollado cómo nuestros sesgos cognitivos nos inducen a cometer errores sistemáticos a la hora de invertir y gestionar nuestras inversiones. Es lo que se conoce como behavioral investing. En esta serie de artículos expondré cuáles son los principales sesgos que sufrimos a la hora de tomar decisiones de inversión y cómo podemos mitigar sus consecuencias.

Antes de entrar de lleno en el primero de estos sesgos, una pregunta personal: ¿consideras que conduces mejor que la media? Probablemente tu respuesta sea sí. En un estudio en Estados Unidos, un 93% de los encuestados afirmó conducir mejor que la media, algo que resulta, cuanto menos, sospechoso. En la misma línea, en otro estudio se preguntó a cada ingeniero de una gran empresa si se consideraba a sí mismo parte del top 5% de ingenieros en cuanto a rendimiento profesional, y un 37% respondió afirmativamente.

El sesgo de exceso de confianza (overconfidence bias) es la tendencia natural a considerar que nuestras habilidades, capacidades y conocimientos son superiores a las de la mayoría. Esto tiene un impacto muy significativo en el mundo de la inversión, pues uno de los ámbitos en los que mostramos un exceso de confianza más acusado es en nuestra capacidad de realizar estimaciones sobre variables que no conocemos o predicciones sobre el futuro.

En un estudio se planteó a los sujetos una serie de preguntas (¿Con qué edad murió Martin Luther King?, ¿Qué longitud tiene el río Nilo?), y tenían que responder con un intervalo que en su opinión contuviera la respuesta con un 90% de probabilidad. Si fuéramos perfectamente conscientes de nuestras limitaciones, el 90% de las respuestas serían correctas (contendrían la respuesta dentro del intervalo), pero la realidad es que en promedio acertaron en torno al 50% de las preguntas.

Nuestras estimaciones y predicciones son mucho menos precisas de lo que tendemos a pensar. Las consecuencias a la hora de invertir son claras: tendemos a incurrir en riesgos mayores de lo que pensamos, creemos que la probabilidad de que haya una desviación grande es inferior a la que es en realidad, y por tanto tendemos a pedir un retorno inferior al que deberíamos. Un estudio reveló que aquellos inversores que mostraban un exceso de confianza más acusado tendían a realizar más movimientos y a obtener en promedio menores rentabilidades que aquellos inversores más realistas. 

Las recomendaciones para mitigar este sesgo son añadir un cierto margen de seguridad extra a nuestras inversiones; cuestionarnos de forma sistemática las estimaciones y escenarios en los que nos basamos para invertir; y otorgar una mayor probabilidad de ocurrencia a escenarios con desviaciones importantes respecto a nuestra estimación inicial.

El sesgo de optimismo (optimism bias) es otro error sistemático muy relacionado con el anterior: tendemos a creer que nos ocurrirán cosas buenas con más probabilidad de la estadísticamente razonable, mientras que tendemos a creer que las cosas malas no nos ocurrirán a nosotros sino a los demás. En el mundo de la inversión, tendemos a ser excesivamente optimistas sobre el rumbo futuro de la economía, de los mercados financieros y del potencial desempeño de nuestras inversiones. Sobrestimamos la probabilidad de que nuestras inversiones cumplan o superen las expectativas, y subestimamos la probabilidad y el impacto de los escenarios pesimistas. En consecuencia, tendemos a cosechar rentabilidades inferiores a las que habíamos estimado en un principio.

Frente al sesgo de optimismo, las recomendaciones son ajustar al alza la rentabilidad mínima que exigimos a nuestras inversiones y estudiar más a fondo las consecuencias de ocurrencia de casos pesimistas, aunque a priori puedan parecernos demasiado improbables. Esto provocará que algunas oportunidades de inversión que en un principio nos tentaban dejen de cumplir los requisitos que les pedimos y se queden fuera de nuestra cartera. Y es que como decía el inversor Spencer Davidson, gran parte del éxito de las inversiones consiste en saber decir no.

El sesgo de confirmación (confirmation bias) es otro error sistemático que explica en buena parte que caigamos en los sesgos anteriores. En un famoso experimento, se les decía a los sujetos tres números (2, 4, 6) y éstos tenían que deducir con qué regla se habían generado. Para ello tenían que proponer otras series de tres números, a lo que el investigador respondía simplemente si cumplían con la regla o no. El resultado fue que la gran mayoría de los encuestados insistía en dar secuencias de números que cumplieran con su idea inicial: “números que van aumentando de dos en dos”. Pocos lograban averiguar la verdadera regla (“números ascendentes”), porque en lugar de intentar dar números que incumplan la regla para poder descartarla, los sujetos intentaban confirmar su idea inicial una y otra vez.

Las personas tenemos una enorme tendencia a intentar confirmar nuestras ideas preconcebidas. Para ello, inconscientemente, buscamos y seleccionamos la información que nos interesa, la interpretamos como nos viene bien y le damos una importancia desproporcionada. Sin embargo, tendemos a evitar la información que pone en duda nuestras ideas, la reinterpretamos para no tener que modificarlas y le damos una importancia mucho menor que a la información que nos interesa.

En el ámbito de la inversión, este sesgo es un peligro constante. Cuando una inversión nos parece de entrada una buena idea, tendemos a intentar confirmar esa buena idea, dando un peso mucho mayor a la información que apoya esa idea, mientras restamos crédito a todo lo que la contradice: sobrestimamos los beneficios y subestimamos los costes y los riesgos. De igual forma, cuando una inversión nos parece mala, buscamos rápidamente argumentos para rechazarla sin valorar de forma equilibrada la información positiva. Esto provoca que muchos inversores, aunque aparenten estar llevando a cabo análisis muy elaborados, en realidad estén invirtiendo básicamente a ciegas, con una información incompleta: dejándose llevar por su primera impresión.

Todo inversor en mayor o menor medida es presa de sus ideas preconcebidas y sus primeras impresiones. Lo que sí podemos hacer es establecer un proceso de valoración que mitigue este efecto. Por ejemplo, podemos obligarnos a que las inversiones se analicen desde dos puntos de vista, y si es posible por personas distintas: uno explicando en detalle por qué la inversión es recomendable; la otra, explicando por qué no debemos hacerla. La labor del abogado del diablo es muy útil para sacar a la luz todos los argumentos, aunque algunos puedan no gustarnos. Hay que estar atentos cuando una inversión a priori no nos guste, pero no seamos capaces de encontrar argumentos para tumbarla: puede ser señal de que los argumentos a favor son muy robustos.

Por último, existen dos tendencias muy relacionadas con las anteriores que dificultan que podamos aprender de nuestros errores pasados.

El primero de ellos el sesgo retrospectivo (hindsight bias): nuestra tendencia natural a creer que los eventos pasados fueron mucho más fáciles de predecir de lo que realmente fueron. Cuando alguien afirma “sabía que eso iba a ocurrir”, es muy posible que esté siendo víctima de este sesgo. A menudo incluso se altera nuestra memoria de lo ocurrido, de forma que recordamos da manera nítida la información que parecía indicar que ese evento pasado iba a ocurrir, mientras olvidamos que también existía información en sentido contrario. El mundo de la inversión está repleto de personas que vieron venir la última crisis, o que ya sabían que determinada inversión no iba a salir bien, pero que por algún motivo no obraron en consecuencia.

El segundo es el sesgo de autoservicio (self-serving bias). Se trata de nuestra inclinación a creer que los buenos resultados se deben a nuestras habilidades, mientras que los resultados malos se deben a otras personas o a la mala suerte. Es típico entre los alumnos decir “he aprobado” cuando sale bien un examen, pero a decir “me han suspendido” cuando no sale tan bien. Igualmente, los inversores presumen de haberlo hecho bien cuando una inversión es exitosa, pero los errores de inversión suele achacarlos a los caprichos del azar.

Decía el inversor David Einhorn: “Cuando algo sale mál, me gusta reflexionar sobre las decisiones equivocadas y aprender de ellas con la esperanza de no volver a cometer el mismo error”. El sesgo retrospectivo y de autoservicio son claros impedimentos para aprender de los errores pasados.

La mejor forma de evitar estos efectos es la que sugería George Soros: llevar un diario de inversiones, es decir, un registro por escrito de las decisiones que tomamos y de las razones que existen tras dichas decisiones. De esa manera, podremos revisar y aprender de nuestros errores pasados desde la honestidad intelectual y evitaremos retorcer interesadamente nuestros recuerdos sobre el pasado. Nos obligará a centrarnos en lo importante: en si el razonamiento y el análisis realizado, con la información disponible en el momento de tomar la decisión de inversión, fue correcto o no.

En conclusión, la economía conductual y el behavioral investing nos permiten conocer mejor los errores cognitivos que cometemos a la hora de invertir y cómo podemos mitigar sus efectos. Aunque en posteriores artículos explicaremos otros, en éste hemos visto algunos de ellos relacionados con la falta de humildad intelectual: en el ámbito de la inversión, las personas actúan bajo un injustificado exceso de confianza, de optimismo, tienden a buscar confirmación de sus ideas preconcebidas, a creer que los eventos pasados eran más fáciles de predecir de lo que fueron, o a atribuirse los méritos de los éxitos mientras los fracasos se achacan a la mala suerte. Desde esta perspectiva, pocas cosas pueden ser más útiles para una persona interesada en el mundo de la inversión que una buena cura de humildad.

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