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«Capitalismo» no mola, «regulación» sí

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Hay palabras que «molan» y otras que no. Reconozcámoslo, algunos de los términos que nos son más queridos a quienes defendemos la libertad no gozan de muy buena fama. Es más, décadas (cuando no siglos) de propaganda en contra de ellos han logrado que su simple mención genere una reacción adversa en gran número de personas. Otros términos que, por el contrario, son para nosotros algo muy negativo no lo son tanto para muchísima gente.

No hablamos en esta ocasión del diferente sentido que se puede dar a determinadas palabras, ese hablar marciano del que escribimos en otra ocasión. Ahora nos referimos a algo diferente, a la reacción psicológica que determinados términos generan en buena parte de la población y qué hacer ante ello. Hemos de evitar esas expresiones que «no molan» y buscar otras que sí lo hagan o, al menos, no sean desagradables para una buena parte de nuestros oyentes o lectores. Veamos algunos ejemplos.

«Capitalismo» es una palabra que nos gusta, tanto que incluso muchos miembros del Instituto Juan de Mariana hemos lucido la camiseta donde se proclama que es «la verdadera marca de la libertad» o desayunamos en una taza con idéntico lema. Pero, por desgracia, a muchas personas les desagrada profundamente. Se llega incluso al extremo de que hay quienes, sin rechazarla del todo, tratan de dulcificarla y defienden cosas como «un capitalismo de rostro humano» o un «capitalismo domesticado». Sin embargo, si a muchas de esas personas se les pregunta si les parece correcto que las personas puedan comprar y vender libremente, les parece una idea perfecta. Por tanto, y sin saberlo, rechazan el término, pero no su significado.

Qué se puede hacer entonces: buscar una forma de expresarlo que no haga que nuestros lectores y oyentes levanten inmediatamente barreras psicológicas. «Libre mercado» o «libre comercio» no nos sirven. La propaganda ha sido igual de eficaz contra esos términos. ¿Qué tal entonces, por ejemplo, «intercambio libre»? Intercambiar bienes y servicios es algo que no disgusta a casi nadie y, a la postre, cualquier cosa que intercambiemos, incluyendo el dinero, las empresas o las acciones, son bienes. No se engaña a nadie, tan sólo se habla de una manera que no genere rechazo.

«Mercado» es un término peculiar. Los partidos políticos y los gobiernos, que tienen experiencia en la comunicación y la propaganda, juegan con esta palabra de una manera curiosa. Si quienes operan en sectores como el de la deuda pública se comportan de forma que el Ejecutivo considera positiva (aunque sea lo contrario, por ejemplo, comprando mucha de ella y por lo tanto endeudándonos) dirán que «el mercado nos premia». Hablarán en singular. Es un «mercado».

Si ocurre lo contrario, son «los mercados» (en plural) los que «nos castigan» o «no entienden las medidas que se toman». El plural hace que el inconsciente nos conduzca a imaginar una especie de conspiración. Aunque sólo sea por esto último, quienes defendemos el mercado deberíamos referirnos siempre a él en singular. Aunque sólo sea por eso, merece la pena tratar de utilizar siempre el singular. Bueno, cabe una excepción: que se pretenda provocar con el título de un brillante y didáctico libro, como ha hecho Daniel Lacalle con Nosotros los mercados.

Veamos ahora algún ejemplo de lo contrario, palabras que encienden todas las alarmas de los liberales pero no sufren la merecida mala fama general. Es el caso, entre otros, de «intervención» y sus derivados, como «intervencionismo». No nos engañemos, no causan una reacción psicológica negativa en casi nadie. Y el motivo es simple, los estatistas dominan la comunicación y no son neutros a la hora de elegir su léxico.

Una «intervención» puede ser positiva para arreglar lo que no está bien. Cuando los médicos operan, realizan una «intervención» y, antes de hacerlo, anuncian que «hay que intervenir». Su acción arregla, o al menos trata de hacerlo, un mal. La Policía, cuando va a poner fin a un delito, lo que hace es «intervenir» y su «intervención» ha salvado a unos inocentes de unos criminales. Que se trata de algo de resonancias positivas se ve como algo evidente. Cuando un Gobierno decide que su ejército ataque a otro país, o a fuerzas militares o terroristas en un territorio ajeno, anuncia siempre una «intervención armada», que genera menos rechazo que una «invasión».

Por tanto, se ha de pensar en unos términos sustitivos que signifiquen lo mismo. Podría ser «intromisión» y «entrometerse». A través de lo que solemos llamar intervención, lo que hacen los políticos es entrometerse en las relaciones entre terceros; unas relaciones en las que el Estado no debería tener papel alguno. Por tanto, la intervención no es en realidad más que una intromisión en asuntos ajenos.

Otro caso es el de la «regulación» y la acción de «regular». Si nos paramos a pensar, vemos que esto remite a algo positivo. Una regulación racional del tráfico evita atascos y reduce el número de accidentes, y cuando se regula el cauce de un río se consigue evitar inundaciones o se logran regar de forma eficiente cultivos en tierras que de otra forma serían improductivas. Sin embargo, en economía y en otros aspectos de la vida privada de los ciudadanos ocurre todo lo contrario. En realidad, estamos una vez más ante una «intromisión» por la que los políticos se «entrometen» en nuestros asuntos privados.

Tanto para la «intervención» como para la «regulación» podría haber otra posibilidad: «interferencia», puesto que lo que hacen los políticos es «interferir» en el normal funcionamiento de los ciudadanos y la sociedad civil. Y ya sabemos, por ejemplo, qué ocurre cuando hay interferencias en la señal de televisión: que no podemos ver nuestro programa favorito con normalidad.

Hasta ahora hemos dado tan sólo unos pocos ejemplos, pero sin duda alguna hay muchos más casos que tratar. Y lo que aquí se han lanzado son meras propuestas, no algo que se pretenda que sea la fórmula magistral. No se trata de, como hacen otros, de cambiar el sentido de las palabras, sino de utilizar un lenguaje que sea sincero y que al mismo tiempo no levante barreras en aquellos a los que nos dirigimos.

Como consuelo pensemos que tenemos una «marca» que goza de muy buena salud. «Liberal» sigue teniendo resonancias positivas, por eso los enemigos de la libertad buscan etiquetarnos de numerosas maneras diferentes, como «neoliberales», «ultra liberales», «neocon» (escuela política con la que nada tenemos que ver) o «nacional-liberales». ¿Se necesitan más pruebas de que hay palabras que generan rechazo y otras que no? Por eso hemos de saber cuáles utilizar.

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