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Ciencia al servicio del pueblo

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Cada vez que toleramos las mentiras de la minoría para no enfrentarnos a la mayoría, la libertad retrocede. 

La verdad no se determina mediante un voto de la mayoría (Benedicto XVI)

Es parte del espíritu del progresismo occidental recordar a cada avance de nuestro mundo todo aquello de lo que fuimos -nosotros, no ellos- culpables. No podía llegar un satélite a orbitar sin que los de siempre rememorasen la expulsión de aquellos omeyas tan doctos que nos legaron su numeración. Es imposible hablar de la llegada de la civilización a América sin que, cómo no, la leyenda negra anglosajona nos recuerde que los aborígenes estaban mucho mejor con sus sacrificios humanos y sus plagas, que con nuestros hospitales y universidades. Todo, siempre, tiene una doble lectura en la que hay buenos y malos; buenos todos los que se oponen por sistema, y malos aquellos que vemos que las fake news no son ninguna novedad.

La Unión Europea, que cada vez guarda más parecidos burocráticos y de pensamiento único con la Unión Soviética, se esfuerza por modelar la realidad a la medida de sus postulados y no al revés, como sería lógico.  Los transgénicos ya eran malos mucho antes de que se demostrase científicamente su valía para el consumo. Poco importa el laboratorio, porque el parlamento ha hablado. Y así con muchos otros temas.

Hoy, los Estados y entidades supranacionales no se conforman con destruir el mercado, atacar la libre empresa y penalizar el ahorro. Esos postulados, que nos deberían escandalizar, han pasado a constituir la actitud normal del cien por cien de los partidos con representación política. El siguiente paso consiste en torpedear las instituciones humanas, previas a cualquier forma de gobierno de masas, que convirtieron el viejo continente en la guía del mundo libre. La familia nuclear como semilla de sociedad de la que se desgrana cada uno de nosotros. El individuo como único legitimado para gestionar su propiedad, decidir sobre su libertad y vivir su propia vida. No hizo falta gobierno ni parlamento que legislase sobre el negocio más perfecto que pueda existir; el de la familia como forma de sostenimiento mutuo, orientado hacia la unidad y el libre desarrollo de sus miembros. Los valores y virtudes que impregnan la formación desinteresada e ilimitada que la familia proporciona no pueden ser suplidos por asignaturas adoctrinadoras en las escuelas o programas televisivos de reeducación. Todo estaba inventado antes del Estado.

Entramos en un punto de no retorno, en el que para evitar la estigmatización del diferente, tenemos que mentir. Ocultemos violaciones masivas, para no demonizar a los refugiados. Despatologicemos la lepra, para evitar leprofobia. Pongamos la ciencia al servicio del pueblo, como el jardinero de la URSS, porque la biología no entiende de ideologías. A fin de cuentas, los liberales sabemos que siempre ha existido libre intercambio de bienes y servicios entre los hombres, así como somos conscientes de que la propiedad debe ser respetada por su entidad y defendida por la fuerza llegado el caso. Sin embargo, al igual que hace cerca de un siglo nos convencieron de que la propiedad privada era un robo perpetrado en los grandes palacios, hoy tendremos que aceptar que la naturaleza es un constructo social.

Cada vez que toleramos las mentiras de la minoría para no enfrentarnos a la mayoría, la libertad retrocede. Porque aceptamos que la libertad de expresión vale para todos, excepto para las ideas que se salen de la fila. Y creemos que todo es relativo, excepto las imposiciones sociales, que pasan a ser dogma.

Para ser libres es necesario orden. Y no hay nada más ordenado que la naturaleza. La del comercio, la del hombre. 

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