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Cómo se humanizó la economía vietnamita

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Tras más de un siglo de sucesivas guerras contra Francia, Japón, EEUU, y luego contra las vecinas China, Camboya y Laos, la población de Vietnam quedó diezmada y su economía devastada. La situación empeoró aún más con la reunificación del país bajo un mismo gobierno comunista en 1975, al decretarse centralmente una economía cerrada y fuertemente dirigida desde el poder. El triste resultado de todo ello fue la imposibilidad de producir lo más básico para mantener con vida a los propios vietnamitas. Se evaporaba el futuro esperanzador que algunos intelectuales (i.e. Chomsky) veían allá románticamente.

En julio de 1986, cuando Lê Duân -sucesor de Ho Chi Minh- falleció, las autoridades comunistas de Vietnam llegaron a la conclusión de que más recetas de corte estalinista iban a suponer sencillamente el colapso de su cuerpo social. Por entonces, dicho país importaba anualmente 1,5 millones de toneladas de arroz y el hambre se propagaba más veloz que las consignas políticas. Fue entonces cuando pusieron en marcha su particular perestroika (un año antes que la soviética) para transformar todo su modelo productivo desde una economía centralmente planificada hacia otra más amable con el mercado -tutelado, no obstante, por el poder comunista-. A este sensato cambio se le denominó Doi Moi (renovación).

Lo que se inició como una tímida reforma del sistema económico comunista de Vietnam, acabó derivando -especialmente en 1991 tras el desmoronamiento definitivo de la URSS- en un repudio de facto de todos los principios responsables de su calamidad económica. Los cambios más importantes consistieron en la abolición de aduanas internas, el fin del control de precios y de subsidios directos, la instauración de precios y salarios de mercado, la descolectivización de la agricultura, el reconocimiento y protección de la propiedad privada, el permiso a los empresarios para contratar inicialmente hasta cinco trabajadores, la reducción progresiva de restricciones a la autonomía empresarial, la liberalización de amplios sectores de la economía, la supresión del monopolio estatal del comercio exterior y la apertura internacional del mismo, la privatización de algunas empresas públicas y la creación de zonas francas que garantizasen el capital extranjero. Todo aquello fue enmarcado en una suficiente estabilidad institucional.

Fruto de ello, una explosión de ‘empresarialidad’ y dinámica experimentación invadió el país de cabo a rabo. Miles de pequeñas o pequeñísimas empresas empezaron a ofrecer sus bienes y servicios dentro y fuera de sus fronteras en una frenética marea de intercambios, inversiones y turismo. Hoy, dos terceras partes del producto interior de Vietnam provienen de la iniciativa privada. La crisis asiática del 97 le afectó poco y desde hace más de una década, su tasa media de crecimiento está por encima del 7%. Actualmente Vietnam es el segundo exportador de arroz del mundo (después de Tailandia) y el segundo vendedor de café (tras Brasil); también es uno de los principales actores en la exportación de caucho natural, muebles, calzado y confección textil. Con más de 86 millones de almas degustando la incipiente libertad, es seguramente la economía de más rápido crecimiento del mundo.

En estos momentos el Estado vietnamita maneja aún el 36% del PIB nacional (porcentaje ya menor al de la mayoría de los países de la OCDE). Desde inicios de siglo se han ido creando en dicho país anualmente unas 14.000 empresas privadas (que pueden ser muchas más debido a la extensa economía sumergida con la que cuenta). Desde 2005 hay cierta libertad de culto y se permite también la vuelta de algunos exiliados al país. La pobreza severa (definida como aquella población que gana menos de 1 dólar diario) se ha reducido significativamente, situándose hoy por debajo de países como China, India o Filipinas.

No obstante, aunque su renta per cápita se ha quintuplicado en los últimos quince años el país indochino padece severos inconvenientes: a parte de sufrir una escasez importante de libertades civiles y políticas, lastra una atosigante burocracia, un pobre desarrollo tecnológico y gerencial, unas raquíticas infraestructuras así como toda una casta política -estatal, provincial y local- corrupta hasta el tuétano (por lo demás, signos todos ellos inherentes a cualquier dictadura ordinaria de partido único). Todavía no se permite que el capital extranjero tome una participación superior al 49% de las empresas locales. El banco central del gobierno –uno de los monopolios indiscutidos del partido comunista- ha llevado a cabo durante años una laxa política monetaria y crediticia que se ha traducido en una inflación desbocada de su moneda local (el dong) y en un riesgo elevado de estallido de burbujas de activos varios (¿les suena?). El banco central vietnamita, el SBV, ha aplicado recientes cataplasmas para conjurar los desórdenes monetarios creados por el mismo; está por ver si la extensa red de pequeños bancos comerciales de dicho país sale indemne.

A pesar de todo ello, es indudable que el Doi Moi de Vietnam ha representado, en términos generales, un notable éxito al sacar a sus habitantes de la miseria facilitándoles el acceso a la economía global y permitiéndoles beneficiarse de su ventaja comparativa. Cuanto más se profundice en las reformas que desaten la capacidad de actuación creativa de sus gentes y haya menos dirigismo económico de sus políticos, mayores posibilidades existirán allá de disfrutar de un progreso prometedor.

Como nos recuerda Manuel Ayau, el mercado es el único sistema que puede sacar a un país de la pobreza, siendo además una organización no jerárquica. Sólo cuando se da libre curso a la búsqueda espontánea y descentralizada de riqueza y se crean los estímulos y reglas adecuados para activar las fuerzas del mercado, esto es, sólo cuando los diversos comunismos y sus variantes socialistas se aproximan al capitalismo (y no al revés) es cuando se humanizan y se hacen verdaderamente sostenibles. Los hechos así lo atestiguan

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