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¿Crimen sin castigo?

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Aunque se trata de justificar con el argumento de que el sistema judicial debe reconocer los efectos diluyentes del transcurso del tiempo sobre la reclamación de justicia contra los participantes en los delitos, la extinción de la responsabilidad criminal por la prescripción cuenta con pocos partidarios entre el gran público.

Por una elección legislativa, compartida mayoritariamente por una clase de juristas que adoran al Estado, sin embargo, la pasividad en la persecución de los delitos o la paralización de las actuaciones emprendidas, durante unos plazos prefijados en función de la pena prevista para el delito en cuestión, determinan la desaparición del derecho que se ha arrogado el Estado para castigar (ius puniendi) a sus responsables, sin necesidad de tener en cuenta a los afectados directamente por el delito. La regla no admite excepciones para los casos en que las víctimas (elemento esencial que, no obstante, los estados consideran prescindible para configurar los delitos) no comparten la renuncia estatal a castigar los delitos por criterios pragmáticos. A pesar de que el derecho español mantiene la brillante excepcionalidad de que el Estado no goza del monopolio sobre la acción penal, el ejercicio de ésta por parte de las víctimas no matiza la decisión del juez estatal sobre si procede el castigo y, en su caso, la reparación.

Se considera que el mero transcurso del tiempo sin que la maquinaria represiva reaccione justifica el sacrificio de los derechos de las víctimas en aras del mantenimiento de la seguridad jurídica y el desenvolvimiento de las relaciones jurídicas que, en el ámbito del Derecho Penal, se completa y acentúa en el derecho fundamental a un proceso sin dilaciones indebidas (artículo 24.2 de la C.E.) y en los principios de orientación a la reeducación y reinserción social que el artículo 25.2º de la C.E. asigna a las penas privativas de libertad.

Centrada la persecución de los delitos en razones de prevención general y especial según las entiende el poder estatal, más que en la reparación del daño y la retribución por medio de la pena a petición de las víctimas del delito, las doctrinas del Tribunal Supremo y el Constitucional coinciden en los fundamentos de la prescripción. (Sentencias de la Sala de lo penal del Tribunal Supremo de 8 de febrero de 1995 y 7 de octubre de 1997, así como la S.T.C. 157/1990 de 18 de octubre de 1.990) Sus diferencias, aireadas de modo ostensible en casos muy sonados, se reducen a aspectos sobre el cómputo de los plazos de prescripción y sobre qué actuaciones suponen realmente una interrupción de los mismos.

Aun con todo, estos agravios a las víctimas parten en gran medida de los similares plazos de prescripción plasmados en los Códigos penales de 1973 y 1995. Delitos muy graves como el asesinato (y todos los que superen el umbral de penas superiores a quince años de privación de libertad) prescriben a los veinte años a contar desde su comisión (Art. 131 CP). Se establece, no obstante, que la prescripción se interrumpe, quedando sin efecto el tiempo transcurrido, cuando el procedimiento se dirija contra el culpable, comenzando a correr de nuevo el término de la prescripción desde que se paralice el procedimiento o se termine sin condena (132.2 CP).

Hace escasos días saltó a los medios el caso de una víctima mortal de la ETA asesinada en 1981, cuyos familiares fueron despachados de una sala de vistas de la Audiencia Nacional, donde se juzgaba por otros delitos al principal sospechoso, cuando protestaban por el archivo del asunto con el argumento de la prescripción de ese delito. Sin conocer en profundidad los detalles del caso, el hecho de que la intervención de los esos particulares contribuyera para que el gobierno francés concediera la extradición, y no se entendieran, por tanto, paralizadas las actuaciones hacen más chocante la estimación de la prescripción.

Resulta evidente que la reducción de los plazos de prescripción a términos ridículos supone una opción legislativa más que sospechosa a la vista del historial de los gobernantes. En este sentido el contenido anunciado respecto a la prescripción de delitos por un proyecto de ley de reforma del Código Penal que tramitan actualmente las Cortes no añade nada sustancial, salvo añadir los asesinatos terroristas a la lista de delitos imprescriptibles. Desde mi punto de vista, no obstante, deberían ampliarse significativamente los plazos de prescripción de los delitos con víctima con carácter general, respetando el principio de igualdad de trato ante la ley. Asimismo, llegados determinados umbrales temporales, la intervención de las víctimas debería ser crucial para la persecución de los delitos.

Sin necesidad de reformas legislativas, empero, algunos compromisos internacionales convierten muchos delitos en imprescriptibles. Me refiero a los delitos de genocidio y de lesa humanidad. Estos últimos pueden suponer la imprescriptibilidad de más casos de los que comúnmente se suponen. En otra ocasión, observando el contenido de varios convenios internacionales suscritos por el Reino de España, aludí a la naturaleza de crímenes contra la humanidad de los asesinatos subyacentes en la masacre del 11-M en Madrid. Algo que debería disuadir a sus numerosos encubridores de persistir en las patrañas que, tarde o temprano, se averiguarán.

Por otro lado, la crítica que aquí se hace al presente estado de cosas no es óbice para reconocer la plausibilidad de la prescripción de los delitos sin víctimas, así como la lista interminable de infracciones que llevan aparejadas sanciones, creadas dentro de la categoría del derecho administrativo sancionador. En este sentido, recuérdese que el crecimiento apabullante del Estado descansa en su intervencionismo, y su derivada híper reguladora, sobre los tributos, el consumo, el urbanismo, el medio ambiente y las relaciones laborales, por nombrar sólo algunas de las materias objeto de la inflación legislativa y reglamentaria.

Al no haber personas directamente lesionadas, cabe esgrimir que razones de seguridad jurídica aconsejan limitar drásticamente el tiempo durante el cual el poder coercitivo del Estado puede ejercitar su potestad sancionadora.

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