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Cuando exportar es regalar

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Parece que en el ámbito económico nada es tan popular como las exportaciones. La gente las interpreta en clave futbolística: si exportamos nuestros bienes y servicios a otros países, metemos un gol. Al contrario, si importamos, el gol nos lo meten a nosotros. Los periodistas tratan nuestra cuenta corriente como si fuera el marcador nacional. No hay nada que les disguste tanto como informar de que España tiene un déficit en la cuenta corriente. Ponen cara seria e intentan por todos los medios asustar al espectador. Sin embargo, la cuenta corriente es simplemente un intento por parte del gobierno de contabilizar las transacciones transfronterizas. Las exportaciones pagan las importaciones y viceversa, por eso tienen que sumar a cero. No puede existir ni déficit ni superávit: el empate permanente beneficia a todos.

Si yo fuera un país, trabajar sería como exportar mis servicios a la empresa que me paga un salario que uso para importar bienes y servicios: comida, entradas de cine, zapatos nuevos, etc… A fin de mes, si me queda algo de mi salario, mi propia cuenta corriente mostraría un superávit: habría exportando más que importado de otras personas (o países). Pero, si he tenido que importar más de lo que podía pagar ese mes, podría recurrir a otra persona, mi banco por ejemplo, para que invirtiera sus ahorros en mí, prestándome recursos para seguir importando anticipando que le pagaré intereses. El resultado final será que todos recibimos lo que nos deben y pagamos a los que debemos. Y por tanto, todos salimos ganando. Mi empresa gana porque le presto un servicio, yo gano porque puedo conseguir bienes de otros que no puedo producir yo mismo y el prestador gana recibiendo un interés en el futuro para permitir que yo use parte de sus ahorros hoy. Intercambiando creamos riqueza y aumentamos nuestro bienestar. Todos hemos metido goles y nadie nos ha recibido uno en contra.

Este esquema simplón refleja bastante bien lo que pasa en el mundo real del comercio internacional. Sin embargo, por culpa de considerar que las exportaciones son algo bueno y las importaciones algo malo, España ha creado instituciones públicas, o semi-públicas, para fomentar la exportación. Todas se dedican más o menos lo mismo: encargan estudios de mercado, forman a los empresarios y promocionan las empresas españolas en el exterior con ayudas financieras, facilitando así su acceso a nuevos mercados. El problema con la existencia de este tipo de organismo es sencillo: regalan nuestros bienes al resto del mundo.

Cuando el Estado subvenciona el coste de que una empresa exporte su bien o servicio le permite vender más barato que en condiciones normales. Estamos intentando generar riqueza a base de renunciar a que nuestros compradores paguen el precio total. Entonces, ¿quién paga la diferencia? Nosotros, los ciudadanos. Es como si mi padre me cobrara impuestos por pertenecer a la familia. Yo le pagaría mediante la “exportación asalariada” a mi empresa y mi padre gastaría esos impuestos en mi hermano que, gracias a mí, podría exportar sus servicios a una empresa por un precio menor. La familia estaría regalando parte de los servicios de mi hermano a una empresa pero, como se llama exportación, nadie lo cuestionaría.

Si España realmente quiere fomentar las exportaciones, y de paso permitir que importemos más, debe tomar dos medidas para hacer las empresas españolas más competitivas en la escena internacional:

  1. Flexibilizar el mercado laboral. Para poder responder a las fluctuaciones del mercado internacional (y nacional) las empresas españoles necesitan la flexibilidad de contratar y despedir empleados y ajustar sus horarios. España, según el Banco Mundial, tiene uno de los mercados laborales más rígidos de los países ricos. Esto trae todo tipo de consecuencia desde la imposibilidad para los jóvenes de encontrar trabajo hasta el suicidio profesional de las madres (o padres) que dejan su trabajo unos años y luego no pueden reincorporarse.
  2. Reducir (o mejor, eliminar) el Impuesto sobre Sociedades. Según los datos de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico este impuesto en España (en 2005) es de 35%, el más alto de todos los países desarrollados. Menudo incentivo para producir y vender. Si la idea es que sea bueno exportar, ¿por qué el Estado castiga tanto a las empresas por el mero hecho de existir? ¿Quién va a exportar si no ellas? Y si a esto añadimos el Impuesto sobre Valor Añadido (16%) y el de la Seguridad Social (38% del salario de cada empleado), vemos lo difícil que lo tienen los empresarios españoles. Por ejemplo, una empresa que factura 10.000 euros pagaría alrededor de 4.024 al Estado. No debe sorprender a nadie que la mayoría de las empresas españolas sean pequeñas y familiares y suelan ser restaurantes, bares, peluquerías, cualquier cosa que trata con dinero físico para poder esconderlo de Hacienda (el mercado negro en España representa alrededor de 20% del PIB).

Pero estas medidas reducirían el poder del Estado, y éste prefiere seguir aumentando impuestos y crear más organismos públicos que fomenten artificialmente la competitividad. A este ritmo vamos a perder dinero exportando hasta llegar a la pobreza.

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