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De fármacos, patentes y demagogia

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La imagen pública de la industria farmacéutica es pésima pese a que sus servicios y productos no sólo mejoran la calidad de vida de muchos millones de personas, sino que salvan vidas de otros tantos. El juicio que enfrenta a la farmacéutica Novartis y el Gobierno indio arroja luz sobre las razones que explican esta aparente contradicción. La demagogia anticapitalista puede ayudar a que en los próximos años se dispare el número de personas que mueran por falta de investigación y de medicinas.

El Glivec es un anticancerígeno desarrollado por Novartis y que se usa para tratar a enfermos de leucemia y otros tipos de cánceres, entre ellos algunos de escasa incidencia. Pese a que el 99% de los pacientes indios reciben este medicamento gratuitamente gracias a una donación que hace Novartis dentro de su programa de Responsabilidad Social Mundial, la empresa se ha visto obligada a demandar al Gobierno indio y a la Oficina de Patentes India por prohibirles registrar la mejora de este medicamento, ya que este país prohíbe patentar las mejoras sobre fármacos ya existentes si estas no aportan una innovación real. El juicio quedó visto para sentencia a finales de marzo.

En torno a este juicio se han generado dos líneas de opinión. Una la protagoniza el Gobierno indio, las ONG’s y otras asociaciones de su misma cuerda que entienden que de ganar la farmacéutica se producirá un efecto cascada y todas las empresas pedirán que se renueven sus patentes, en virtud de supuestas mejoras, lo que terminaría con los medicamentos “baratos”, es decir, los genéricos a los que acceden los pobres. El éxito mediático de este sentir es indiscutible y las opiniones que lo defienden imperan en los medios más generales. La otra se debe a la propia Novartis y en general todas las farmacéuticas que entienden que una decisión en contra provocaría una pérdida significativa en sus ingresos y beneficios, lo que repercutiría negativamente en las inversiones en investigación, en la productividad, en el empleo y en última instancia, en la vida de los enfermos, vivan o no en países del Tercer Mundo.

Ni la existencia de los medicamentos genéricos responde a una visión tan idealista como pretenden hacernos creer ni, si Novartis gana el juicio, provocará la desatención de millones de pobres en el mundo. Los medicamentos genéricos, es decir, los principios activos sin marca de comercialización, nacen por la presión de los Estados que ven el gasto farmacéutico como uno de los más elevados dentro de sus hipertrofiados sistemas de sanidad pública. Este gasto se incrementa año tras año pese a inútiles medidas estatales.

Un buen ejemplo de ello es la Ley del Medicamento cuya puesta en marcha ha generado incertidumbre en el los titulares de las farmacias y ha reducido el precio de varios miles de medicamentos con la repercusión consiguiente. Dicha ley supone el descenso de los precios de referencia de 4.200 medicamentos, lo que prevé un ahorro público de 640 millones, la misma cantidad que dejará de ganar la industria. Así pues, la mezquina excusa de que un genérico ayudará a los pobres del mundo aprovecha un buenismo cada vez más extendido y traslada parte del creciente déficit sanitario a las cuentas de resultados de las farmacéuticas, que se ven obligadas a vender estos medicamentos a los estados, uno de sus principales clientes, a precios mucho más bajos que los comercializados bajo marca. Cabe preguntarse si los precios de los medicamentos podrían ser más baratos de no existir estos productos y si las farmacéuticas tendrían más maniobra para investigar nuevos y más eficientes medicinas.

La mayoría de los medios que tratan el conflicto de Novartis y el Gobierno indio lo hacen desde el enfrentamiento entre el derecho a la salud pública de los ciudadanos de los países del Tercer Mundo y los beneficios de la farmacéutica. Semejante dislate enmascara una verdad más profunda, que la ineficacia de los sistemas de sanidad pública, la ineficacia estatal en definitiva, es responsable en última instancia de la mala asistencia a los pacientes y, en los casos más extremos, de su muerte. Insinuar, como hacen desde Médicos Sin Fronteras, que las 30.000 personas que, según sus cifras, mueren todos los días de enfermedades tratables lo hacen por no acceder a los medicamentos genéricos es en el mejor de los casos una simplificación de un problema y en el peor un engaño, una mentira.

Precisamente es en los países del Tercer Mundo –donde no se ha desarrollado un sistema capitalista, donde no existe libertad, donde no hay una sociedad estable– donde las bondades de la medicina moderna no pueden desarrollarse, ni en su variante privada, ni siquiera en la pública y no por su condición de pobres, sino por la existencia de factores que les hacen pobres, o mejor dicho, que no les permiten prosperar. La inexistencia de infraestructuras, una corrupción galopante, una sociedad quebrada en guerras y conflictos que duran décadas, una cultura más cerca de principios tribales que de los que ha hecho grande a Occidente no son las condiciones que mejor garantizan que un enfermo reciba un tratamiento, que se disponga de un servicio médico. Engañan las ONG’s, a sí mismas y a los que las tienen por veraces cronistas de la realidad, cuando anuncian que la existencia de medicamentos baratos solucionarán los males del Tercer Mundo. Esto no es una cuestión de dinero, de riqueza o pobreza, esto es una cuestión de libertad.

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