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De juicios y procesos

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Esperemos que el ejemplo de la magistrada Alaya estimule a otros juristas de prestigio a expresarse con libertad en cuestiones de largo alcance.

Distintas noticias sobre actuaciones chocantes de distintas policías y el poder judicial, las cuales salpican tanto los medios de comunicación tradicionales como las redes sociales, han revitalizado la urgente necesidad de realizar un debate más profundo de lo habitual sobre la organización y el funcionamiento de la seguridad y la Justicia en España. Aún más, en ese debate deberían participar personas con conocimientos teóricos y prácticos, que de verdad se interesen por esos temas más allá de repetir argumentos corporativistas e insustanciales. Vaya por delante que el balance actual resulta calamitoso desde el punto de vista de la eficiencia y la eficacia de un Estado atento a proteger las libertades de los ciudadanos, la exigencia de responsabilidades a los gobernantes, incluidas las penales, y la depuración de las costumbres corruptas que acechan a toda organización. Aun más graves si ésta mantiene el monopolio del uso de la fuerza y carece de mecanismos de control internos y externos que palíen los abusos, cuando no las perversiones, de las personas encargadas de desempeñar dichas funciones.

Así, el pasado 5 de diciembre, el ministro de justicia se descolgaba ante la comisión del Congreso con el mantra de asignar la instrucción penal a los fiscales al servicio del ejecutivo de turno (en virtud de los célebres principios de unidad funcional y jerarquía establecidos en la Constitución de 1978). Es al menos la tercera vez en los últimos diez años que un personaje con capacidad de iniciativa, no mermada por la exigua mayoría que respalda abiertamente a su gobierno, dada la coincidencia de intereses de PP y PSOE en este punto, repite la intención de su gobierno de continuar por el camino emprendido de asignación progresiva de funciones instructoras a los fiscales. Una reforma tantas veces anunciada, que, de materializarse sin una reforma constitucional que otorgara un estatuto judicial a los fiscales, asestaría un golpe definitivo a las posibilidades de control imparcial de las conductas más graves de los gobiernos después de años de  sometimiento del poder judicial a los designios de los partidos políticos mayoritarios sentados en el órgano de gobierno de los jueces (Consejo General del Poder Judicial).

En contra de lo que dan a entender los cronistas de tribunales al uso, en esa fase de instrucción se dilucida crucialmente el destino de un asunto penal. La diligencia o impericia, la perspicacia o la lenidad, la parcialidad o la imparcialidad que muestre el equipo formado por el juez de instrucción y sus colaboradores en la investigación de los hechos punibles y sus presuntos responsables, condicionan el juicio oral posterior desde el momento que llega la denuncia o querella que la activan al correspondiente juzgado. Las constantes reformas legales, o, a veces, los anuncios de reformas ya aprobadas, pueden dar la impresión de que el gobierno hace “algo” contra la corrupción. Sin embargo, como coinciden las personas atentas a preservar – o acaso crear por primera vez- un sistema de contrapesos al poder omnímodo del ejecutivo, las apelaciones a la agilización de los procedimientos que traería la instrucción de los fiscales, por parte de los gobiernos que los obstaculizan – retrasando indefinidamente la entrega de documentación que deben aportar en el curso de la instrucción o mediatizando a la policía judicial, por ejemplo – no son más que cínicos pretextos para escapar de los ya débiles controles jurisdiccionales.

Los casos penales que afectan a gobiernos de todos los niveles administrativos en España e, incluso a una persona de la familia real, reflejan, en sus distintos estados procesales, los extraordinarios obstáculos a los que se enfrenta una investigación imparcial de los hechos con apariencia penal que pase eventualmente el tamiz de los delitos tipificados por la ley (en nuestro sistema jurídico continental, fundamentalmente en el Código Penal). Atribuir a un fiscal dependiente del gobierno, organizado jerárquicamente y sometido al pintoresco principio de unidad funcional, que se utiliza para evitar la recusación de los miembros de ese cuerpo de funcionarios en los asuntos que intervienen, solo puede tener el objetivo de someter al control del ejecutivo los casos que se vayan a investigar.

En este sentido, esa ausencia de debate quedó parcialmente rota por una valiente magistrada, Mercedes Alaya Rodríguez, en su conferencia titulada  “La independencia judicial en una sociedad democrática”, la cual marcó la diferencia entre una jurista seria y preocupada por la situación de la justicia y los paniaguados o silentes jueces al servicio de las sinrazones del Estado.

Como se sabe, esta juez, obstaculizada y acosada por los cargos y políticos a quienes investigaba y debían atender sus requerimientos de información sobre miles de expedientes administrativos, dirigió durante años la instrucción del caso (aún no juzgado) de los ERE´s falsos aprobados entre 2001 y 2010 por la Junta de Andalucía gobernada por el PSOE. Por lo que se atisba en el auto de apertura del juicio oral, dictado por otro instructor contra los acusados, incluyendo dos expresidentes, el pasado mes de noviembre, no se sabe qué causa mayor estupor: bien las ingentes cantidades malversadas (entre 741 y 1.280 millones de euros) o bien la red de cooperadores y beneficiarios objetivos, que incluye a los abogados, gerentes de aseguradoras y gestores acusados, quienes se encargarían de formalizar las solicitudes de ayuda a empresas (algunas ficticias) en crisis y cobrar por ello; pero también a los cientos de personas que se presentaron como prejubilados para sacar su tajada del saqueo de fondos públicos a gran escala.

Con una agudeza desacostumbrada en las intervenciones públicas de los miembros de la curia y la experiencia profesional que le ha proporcionado un conocimiento contrastado de cómo se las gastan los políticos en los temas que les afectan, la magistrada llegó a varias conclusiones que algunos hemos destacado durante años, además de otras más actuales: 1) La elección de los miembros del CGPJ por un acuerdo político de Congreso y Senado desde la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 convierte al Consejo en «un miniparlamento, con distribución de cuotas no por valía o prestigio, sino de miembros maleables según el interés de cada grupo». No garantiza la independencia judicial, sino lo contrario 2) Hay una justicia para los poderosos y otra para los que no lo son 3) Los pactos de gobernabilidad de la presente legislatura han implicado una especie de nirvana, de nadería judicial, donde parece que no ocurre nada en materia de corrupción, habida cuenta de que los principales interlocutores han acordado tácitamente no agredirse con los casos respectivos, mientras que la prensa tradicional comparte intereses con el estamento político 4) Las reformas legales para “luchar contra la corrupción y agilizar la justicia» emprendidas por los gobiernos consiguen el efecto contrario, esto es, atan de pies y manos al poder judicial. 5) Iniciativas como el anteproyecto de la Ley de Enjuiciamiento Criminal anunciado por el Ministro de Justicia «podrían dar el hachazo final a la independencia judicial». 6) La acción popular constituye una institución fundamental porque ayuda a la instrucción de los jueces cuando la fiscalía se frena en su actuación.

Otros puntos de su disertación, como la petición de una “autonomía” presupuestaria para el poder judicial que les libere de “limosnear” medios a los políticos para los juzgados y tribunales requerirían una mayor elaboración.

En conclusión, esperemos que el ejemplo dado por la magistrada Alaya estimule a otros juristas de prestigio a expresarse con libertad en cuestiones de largo alcance, en lugar de buscar un perfil bajo o aclimatarse a una degradación constante de la calidad del Estado de derecho.

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