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Decimos libertad y somos un pestiño

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Hace unos días, en una entrevista por su libro Las tribus liberales, preguntaba a María Blanco por el motivo por el que hay pocas mujeres en las filas del liberalismo. Su respuesta fue tajante: «Porque los hombres liberales sois muy aburridos«. La contestación no puede ser más acertada. No es que seamos unos muermos en nuestra vida normal, algunos lo serán y otros no, pero sí lo somos en cuanto nos ponemos a hablar sobre nuestro tema favorito. Hay excepciones, sin duda alguna; ahí tenemos, por ejemplo, a Carlos Rodríguez Braun, que difunde las ideas de la libertad con un gran sentido del humor.

Por supuesto que no todos podemos recurrir a ese magnífico arma de difusión de ideas que es el humor. La naturaleza no nos ha dotado de forma generalizada con el ingenio necesario para ello. Pero sí que podemos, al menos, tratar de ser amenos. Es una necesidad imperiosa.

Que los hombres liberales seamos «muy aburridos» y no consigamos atraer a mujeres a nuestras filas resulta un gran problema. Lo es no sólo para aquellos que no tienen pareja y desean una que comparta sus inquietudes e ideas. También lo es para el conjunto de quienes queremos (incluyendo las pocas mujeres que hay entre nosotros) que los ideales de la libertad se vayan extendiendo por la sociedad. Si de partida ponemos una barrera ante la mitad de la población, lo tenemos muy difícil.

Pero es que no sólo resultamos aburridos para las mujeres, también lo somos para muchos hombres. Y no es para menos. En ocasiones entramos en discusiones bizantinas, o en disquisiciones profundas, sobre asuntos que nos pueden parecer fundamentales, pero que a la mayor parte de las personas les traen al fresco. ¿De verdad alguien cree que una persona ajena a nuestras ideas puede sentirse atraída por el liberalismo escuchando argumentos relativos a la reserva fraccionaria o cosas similares? No decimos que no deban tratarse esos asuntos, pero tengamos claro que sacándolos a colación a la primera de cambio tan sólo lograremos espantar a la mayor parte de quienes nos están escuchando.

Otro problema que tenemos, y aquí también le tomo la idea a María Blanco, es la propensión a citar autores. Al margen de que muchos de nuestros escritores o economistas favoritos son desconocidos por el gran público, resulta muy pesado escuchar a alguien que todo el tiempo hace referencia a lo que dijeron o escribieron otros. Todos tuvimos en la carrera o en el instituto algún compañero que no perdía la oportunidad de recordar que «Ortega dijo que…», o soltando frases del tipo «parafraseando a Camus…», «como bien explicaba Platón…» o «en palabras de Descartes…». Lo normal era evitar su conversación.

Está bien que nos emocionemos con los grandes autores, pero tal vez sea mejor citar menos a Bastiat y seguir más su ejemplo. El genial economista y periodista francés escribió alguno de los textos más amenos sobre economía o política que se hayan publicado jamás. Su Petición de los fabricantes de velas, por poner un caso concreto, es una de las más brillantes críticas al proteccionismo que uno puede encontrar. Y no recurre a complejos desarrollos teóricos económicos, sino a ridiculizar llevando al extremo los argumentos de los proteccionistas.

Por supuesto, lo anterior sirve no sólo para los asuntos relativos a la economía, sino a cualquier otra cuestión que nos puede importar, como el derecho a decidir sobre nuestro modo de vida personal, la libertad de expresión o la inconveniencia de que exista una moral impuesta desde el Estado.

Nunca nos cansamos de hablar de libertad, algo que debería resultar atractivo a muchas personas, pero en demasiadas ocasiones somos un auténtico pestiño. Sonriamos al mundo e intentemos resultar amenos. Igual no convencemos a demasiadas personas, pero al menos puede que ampliemos nuestro círculo de amistades. E incluso es posible que hasta alguno conozca a la mujer de su vida.

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