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Democracia para lo malo, y para lo menos malo

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Es posible que la democracia sea, en el contexto actual, el menos malo de los sistemas de gobierno. Eso no significa que no haya una alternativa mejor que pudiera prosperar en otras circunstancias, ni que la democracia desempeñe bien la función principal que normalmente se le atribuye: implementar políticas que beneficien al conjunto de la población. El argumento de que una dictadura produce malas políticas porque los intereses del gobernante y de los gobernados difieren parece sugerir que la solución es hacerlos idénticos, dar el poder al pueblo. Pero los resultados de la democracia se han demostrado igualmente pobres. La paradoja es que la democracia no falla porque de algún modo acabe desoyendo a la gente sino porque hace lo que la gente quiere.

Bryan Caplan desarrolla esta tesis en su último libro, The Myth of the Rational Voter: Why Democracies Choose Bad Policies. Según Caplan, la Escuela de la Elección Pública yerra en su caracterización del votante como un individuo racionalmente ignorante. De acuerdo con esta concepción, las personas elegimos no informarnos durante el proceso político porque la probabilidad de que nuestro voto cambie el resultado tiende a cero, y nos beneficiaremos igualmente si los demás se informan y votan. Para los escépticos de la democracia, la ignorancia racional deja vía libre a los grupos de interés (y a los políticos y burócratas), que sí tienen incentivos para informarse y movilizarse porque esperan obtener privilegios y dádivas del Gobierno.

La contra-réplica democratista apela al "milagro de la agregación": como el voto ignorante es aleatorio, en un electorado extenso los votos en un sentido y en otro tienden a compensarse mutuamente, y el voto no aleatorio minoritario (el voto informado) deviene entonces decisivo. Este fenómeno lo observamos en las apuestas, en los mercados financieros o en el comodín del público en el programa "¿Quieres ser millonario?" La respuesta del colectivo agregado tiene una tasa de acierto alta.

Caplan sostiene, sin embargo, que los votantes son peor que ignorantes: son irracionales. Sus errores no son aleatorios, siempre yerran en una misma dirección. El milagro de la agregación no tiene lugar en este modelo, y los grupos de interés solo influyen donde los votantes son indiferentes. Las políticas en una democracia son malas porque el votante está ideológicamente comprometido y comete errores sistemáticos.

Las personas tenemos preferencias sobre nuestras creencias. Valoramos determinadas creencias por sí mismas, nos aferramos a una determinada visión del mundo, sin la cual éste carecería sentido. ¿Por qué a menudo tenemos que hacer un esfuerzo para ser ecuánimes cuando critican nuestras ideas? Porque queremos que nuestras ideas sean ciertas. Los liberales simpatizamos con un argumento anti-estatista aunque sea cuestionable, los ecologistas desdeñan un argumento contra el calentamiento global aunque sea razonable. Si la ignorancia fuera la única causa de error, podríamos corregir cualquier idea equivocada con más información. Pero como señala Caplan, sería milagroso convertir siquiera a la mitad de un grupo de creacionistas al darwinismo por mucha información objetiva sobre genética, fósiles etc. que expusiéramos, o que John Lott pudiera moderar a los cruzados contra la libertad de armas por muy perfectos que fueran sus estudios empíricos. Es cierto que las personas tenemos un vasto afán por conocer, pero muchas veces queremos conocer sin sacrificar nuestra visión del mundo.

Detrás del fracaso de la democracia están las creencias erróneas que las personas tienen sobre economía, y buena parte del estudio de Caplan está dedicado a demostrar empíricamente los sesgos de la gente. El autor tacha de irracionales esas creencias porque se contradicen con el fin de alcanzar un mayor bienestar, que también valoramos. Obviamente la irracionalidad no empieza y acaba a las puertas del colegio electoral. Pero el mercado castiga la irracionalidad, la democracia no: si nos equivocamos en el mercado sólo nosotros pagamos las consecuencias; equivocarse en las urnas casi nos sale gratis, porque la relevancia de nuestro voto tiende a cero. El precio de satisfacer nuestras erróneas creencias es la reducción del bienestar que produce una determinada política descontada por la probabilidad de que nuestro voto sea decisivo. Si una medida proteccionista va a reducir nuestro bienestar en 1000€ y el electorado es de 1000 personas, satisfacer nuestras ansias nacionalistas solo nos cuesta 1€. Decir que los elevados costes de una política nos empujarán a ser más sabios es análogo a afirmar que los perjuicios de la polución nos llevan a conducir menos. Que los niveles de polución sean altos o bajos no depende de nosotros, de modo que conducimos igualmente. Como apunta Caplan, nadie se enfrenta a la elección "conduce menos o padece un cáncer de pulmón" o "reconsidera tus ideas sobre economía o malvive en la pobreza".

Pedir a la democracia buenas políticas es, en definitiva, pedirle peras al olmo. Decir que los fallos de la democracia se solucionan con más democracia es no ver el problema de fondo: el voto de un individuo no es decisivo, lo que hace que el precio que paga por votar sus erróneas creencias sea muy bajo. Este problema es inherente a la democracia.

La democracia, no obstante, tiene otras ventajas. En primer lugar, como señala Tyler Cowen, la democracia es útil para controlar los excesos del gobernante; siempre podemos echar a un déspota al cabo de cuatro años. Pero acaso el principal activo de la democracia sea su condición pacificadora. Todos pueden participar en el sistema, ninguna ideología tiene privilegios legales sobre otra, cualquiera puede alcanzar el poder. En un contexto en el que se valora la igualdad, esta ausencia de discriminación hace que las distintas facciones no sientan agravios ni puedan alegarlos, y dediquen sus esfuerzos a ganar votos en lugar de organizar revueltas. La democracia compra paz social al precio de ofrecer el poder a cualquiera que obtenga más votos. Es un precio alto, pero la paz social también es un bien precioso. Una dictadura o monarquía podría implementar mejores políticas, pero si la oposición es fuerte y tiene ansias de poder solo le queda recurrir a la violencia para hacerse con el Gobierno. La democracia, además, parece estar vinculada a un elevado grado de libertad de expresión y de asociación, así como a otras libertades civiles, como el derecho a un proceso justo, sin las cuales sería difícil crear las circunstancias que hacen posible unas elecciones pacíficas.

En conclusión, lo peor de la democracia es que aplica las políticas que quiere la gente. Lo mejor es que conceder el poder a quien gane unas elecciones promueve la paz social y garantiza ciertas libertades. Lo malo y lo bueno vienen en paquete. Si en el contexto actual es el mejor sistema, entonces vale la pena intentar cambiar el contexto.

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