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Desafíos al Estado de derecho: el cibercrimen (IV)

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El positivismo adolece de una serie de inconsistencias internas de carácter puramente teórico.

En la entrega anterior enunciamos los rasgos básicos de la respuesta que, para los autores libertarios, se podría dar al crimen en general, con mucho mejor resultado, dicen, del que tienen los sistemas actuales. Y ello lo hacíamos con la intención de, en entregas posteriores, desarrollar las ideas y planteamientos enunciados, para criticarlos después.

En el presente artículo vamos a resumir la crítica que, desde planteamientos liberales se hace del “positivismo jurídico”, es decir, y simplificando mucho, línea de pensamiento jurídico actualmente imperante y que justifica el papel del Estado como autoridad de la que emanan las normas jurídicas.

Básicamente, las preguntas que hay que hacerse son dos ¿por qué consideran muchos necesario que las normas sean dictadas directamente por el Estado? ¿Es ello realmente necesario?

1. Crítica al positivismo jurídico

Los positivistas consideran que una norma es “justa” si es “válida”, es decir, si ha sido promulgada por el órgano legítimo encargado de hacerlo, siguiendo el procedimiento establecido y sin que haya contradicción con una norma superior (estando la Constitución, normalmente, en la parte superior de esa jerarquía).

Para que el Derecho cumpla su función, es necesario que haya certeza de la norma, concebida como la posibilidad de una planificación a largo plazo, por parte de los individuos, en cuanto a su conducta en la vida privada y en los negocios, es decir, la esencia de la ley “es la conducta previsible” que se hace posible en la sociedad mediante reglas uniformes, criterios de juicio uniformes y penas uniformes para la desobediencia.

Poco a poco, sobre todo desde la Revolución Francesa, los planteamientos positivistas, basándose en que era el Estado quien mejor podía garantizar esa seguridad jurídica, fueron desmantelando las instituciones que surgen en el seno del proceso social y que lo sostenían como orden espontáneo, aumentando cada vez más el papel del Estado en todo el proceso relacionado con la ley y la justicia.

A pesar de las pretensiones del castillo positivista, el propio planteamiento adolece de una serie de inconsistencias internas de carácter puramente teórico, pero que sirven para desmantelar su argumentario:

  • Si, como decíamos más arriba, la “validez” de la norma -y, en consecuencia, su justicia- depende, para los positivistas, de que haya sido promulgada por el órgano y con el procedimiento legalmente establecido, es necesario que exista una norma, una constitución histórica inicial que “legitime” todo el desarrollo legislativo posterior. Pero esa norma, esa Constitución “primigenia”, debió otorgarse por un usurpador individual o por una asamblea cualquiera, pero que, en consecuencia, inicialmente no era legítima, ya que no había norma que sancionase su actuación.
  • Si, en cambio, se dice que las leyes son válidas porque la gente las acepta (sin necesidad de recurrir al “castillo” normativo positivista de legitimación), entonces hemos resuelto el problema, dado que la validez se convierte simplemente en eficacia, y la norma no es otra cosa que un conjunto de fenómenos psicológicos (convencimientos de las personas) que orientan el comportamiento de la gente, con lo que la pretensión positivista de que la norma es algo que no pertenecería al mundo de los hechos materiales, y sí de los cumplimientos “formales”, resulta completamente destruida.
  • Si la validez depende del “proceso”, el derecho, en definitiva, no es otra cosa que una “técnica”, o, lo que es lo mismo, un instrumento del Estado, en el que la coerción no es otra cosa que la consecuencia prevista formalmente en la norma, y por la cual los ciudadanos, al margen de que consideren o no adecuado el contenido, la obedecerán. El problema es que esa postura no supone sino una clara violación de la dignidad y de la libertad de los ciudadanos, en pos de los beneficios del Estado, sin que exista ninguna protección objetiva del individuo más allá de la posibilidad de ir a votar cada cuatro años, y, en ningún caso, de la minoría frente a la mayoría (todo ello sin perjuicio de los problemas que a la hora de decidir su voto, tienen los ciudadanos, y que han sido puestos de manifiesto por la escuela de la Public Choice.

2. ¿Es viable una sociedad con otro sistema jurídico que no dimane del Estado?

Y así, llegamos a la segunda de las cuestiones que planteábamos más arriba: ¿Es viable una sociedad con otro sistema jurídico que no dimane del Estado? Para los libertarios la respuesta, claramente, es que sí. Y ello lo justifican en que, en su opinión, no es necesario que intervenga el Estado y que sea la coerción gubernamental la que obligue a los individuos a comportarse de una u otra manera. Así, los individuos pueden ser persuadidos para que reconozcan la autoridad de la ley si hay beneficios claros al hacerlo. Un ejemplo claro de ello es la legislación medieval de los comerciantes, que demuestra que ni la ley gubernamental ni los órganos de justicia derivados del poder político son necesarios para establecer un sistema legal efectivo. Se preguntan si caso existía en el Derecho romano o entre los mercaderes de la Edad Media más inseguridad jurídica que en la actualidad.

La verdad es que, por un lado, es evidente que el hecho de que las normas estén escritas facilita su general conocimiento. Pero también es cierto que en sistemas como el Derecho romano y el Derecho anglosajón, estando escritas las sentencias de los tribunales, y siendo las normas el precipitado de muchas actuaciones individuales elevadas a la categoría de costumbre, difícilmente se puede decir que se trate de sistemas en los que no brille la seguridad jurídica. Por otra parte, y dado que en un sistema jurídico sin Estado como principal actor la mayor parte de las relaciones interpersonales se regularían libremente por los propios individuos, el número de normas generales sería mucho menor, con lo que la situación, en cuanto a seguridad jurídica se refiere, estaría mucho mejor que en la actualidad, donde es imposible conocer la totalidad de las normas que se sancionan anualmente; por otra parte, esa ingente inflación normativa hace que existan claras antinomias -contradicciones- entre normas de igual rango, e incluso entre normas de distinto rango, lo que deja desamparado al ciudadano quien, hasta que no se pronuncien los tribunales, no sabe qué norma es aplicable; a mayor abundamiento, y como ya apuntábamos más arriba, dado que las normas son dictadas por el poder político y no tienen, para ser válidas, que ajustarse a ningún criterio de justicia, ni siquiera de eficacia o eficiencia, las posibilidades de que el legislador dicte normas contrarias a las costumbres o al sentido común es alta, agrandando las dificultades para que el individuo las conozca y cumpla.

Así, señalan los liberales, ni la producción e interpretación de las normas jurídicas debería ser una “competencia” reservada a los órganos del Estado, ni es el Estado quien debería establecer las normas coercitivas aplicables en caso de incumplimiento: la creación e interpretación de normas jurídicas debería ser un proceso impulsado esencialmente por la sociedad, como ya ha ocurrido en otras etapas históricas, ello reduciría la inflación legislativa y permitiría que las relaciones entre individuos se regulasen por sí mismas, quedando su interpretación en manos de tribunales de arbitraje privados, a los que, de hecho, ya se está recurriendo hoy en día para resolver disputas.

La cuestión es si un sistema como ese, propugnado por los libertarios, se basaría en los tres pilares a los que nos referíamos en nuestra entrega anterior: respeto a la libertad, a la propiedad individual y a los pactos suscritos entre particulares, tal y como aseguran los liberales… Y si la aplicación de esos principios garantizaría, en unas sociedades tan complejas como las actuales, una mayor eficacia contra el crimen. De eso nos ocuparemos en la próxima entrega.

1 Comentario

  1. Muy buen artículo.
    Muy buen artículo.


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