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Dogmatismo ético

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Pocos pensadores logran evitar el dogmatismo en todas sus formulaciones teóricas o aseveraciones. Los hay que, instalados en él, redundan de forma sistemática en fundamentos extremos que se niegan a revisar. Como en todo, se trata de un problema de actitud intelectual.

Admitamos que la verdad existe, que es posible realizar aproximaciones sucesivas a fin de depurar ideas y conceptos. Si la naturaleza humana es estable, cabe ser afirmada como referencia para inferir principios normativos consustanciales a ella. El primer reto es la definición misma de este ente relativamente estático que llamamos naturaleza humana. El segundo, asumir la gran limitación a la nos enfrentamos en el esfuerzo por apreciarla en sus justos términos, y de ella concluir una ética objetiva.

Aunque deba guiarnos la idea de que algo resplandece al final del túnel, por absurdo que parezca, debemos reconocer que nunca podremos afirmar haber alcanzado semejante resplandor. El estudio ético tiene ese sinsabor: debe mantener cautela y modestia intelectual.

El dogmatismo del que hablo no sólo ronda al pensador en el esfuerzo por definir su objeto de estudio y la inferencia de principios (éticos en este caso). Puede caer en dogmatismo quien considere que su estudio y sus conclusiones excluyen, por la brillantez y rotundidad de sus hallazgos, cualquier otra distorsión accesoria.

El dogmatismo ético irrumpe también en la falaz certeza de que una vez descubiertos y depurados esos principios consustanciales a la naturaleza humana se está en disposición de codificarlos en forma de normas perfectas, irreductibles e incontestables, capaces de suplantar todo el orden jurídico y moral efectivo. Ese extremo racionalista, ese profundo desconocimiento de lo que son las reglas de conducta, su origen y evolución, o de cuál es el elemento que posibilita la convivencia dentro de un orden social sostenible, es lo que conduce al desprestigio y el error intelectual.

El contenido normativo y reglado que rige nuestra conducta (siempre social), que determina nuestra más íntima estructura mental, desconoce por completo del eventual esfuerzo intelectual encaminado a la apreciación de principios éticos. No interaccionamos sobre la conciencia ética explícita. La ética, muy al contrario, como pudiera ser su articulación en forma de un presunto Derecho natural, no deja de ser producto del análisis de los contenidos normativos aprehensibles en el orden social.

Afirmar que ética y eficiencia son dos caras de la misma moneda no deja de ser una conclusión teórica que, contrastada con los hallazgos en el estudio praxeológico y cataláctico, resulta cierta. Frente a un orden social concreto, analizando reglas de mera conducta dominantes e instituciones fundamentales, gracias a una buena teoría económica, cabe la posibilidad de identificar de forma limitada las causas de su eficiencia o ineficiencia. Eso no implica que despojándolo, con ánimo constructivista, de toda costumbre, moral o decoro, de todo exceso jurídico, llegue a ser posible el alcanzar unos ideales de rectitud y justicia perfectos. Semejante intervencionismo desconoce por completo la naturaleza de aquello que pretende moldear o reformar. Ignora sin paliativos que el ser humano no es necesariamente un ser ético, pero sí, y en todo caso, un ser moral, y en consecuencia, un ser jurídico.

Las instituciones normativas, sean morales en sentido estricto, o jurídicas por su contenido y exigibilidad, tienden, en la medida que el orden social sea dinámico y de complejidad creciente, a desarrollar un fundamento ético del que podemos llegar a ser conscientes gracias a un inmenso esfuerzo intelectual de estudio, análisis y sistematización. Aun así, nunca seremos capaces de afirmar que nuestros hallazgos al respecto sean definitivos, pero sí suficientes.

Vincular el éxito o el fracaso del orden social al respeto por parte de normas morales o jurídicas de estas formulaciones, no implica que podamos recomponer de manera deliberada todo el orden jurídico o moral. Primero porque dichos órdenes no dependen en absoluto de que seamos o no capaces de apreciar en ellos aquellos principios, en la medida en que el descubrimiento y articulación del contenido normativo (íntimo y tácito en su práctica totalidad) no depende de la acción intencional de un agente concreto, aun cuando fuera capaz de imponer su voluntad al resto de individuos, sino de un proceso competitivo de evolución institucional que comprende una ingente cantidad de información en constante generación, adaptación y cambio, que no puede ser tratada, ni por asomo, a través de los métodos científicos propios de la economía o el estudio ético.

De esos errores fatales deriva un espíritu constructivista que confunde ámbitos de conocimiento, conceptos y aplicaciones teóricas. De él podemos llegar a articular un discurso coherente, en cierta medida arrogante, y pretendidamente holístico y satisfactorio. No se trata sino de una ilusión que nos hace interrumpir, e incluso abandonar por completo, el rigor emprendido en nuestro esfuerzo por comprender la realidad social.

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