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El estallido de la burbuja

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Coca Cola Light sortea un ático en Madrid a través de mensajes de texto con el teléfono móvil. La marca de ensaladas Florette se ofrece a liquidar su hipoteca si introduce en su página web los códigos de barras de un par de ensaladas César. Francisco Hernando, un conocido promotor inmobiliario, se saca otro sorteo de la manga para librar de la dolorosa hipoteca a diez afortunados compradores de sus promociones en un desangelado prado de Seseña, provincia de Toledo. La vivienda es desde hace demasiado tiempo la obsesión nacional en España. Una obsesión que, más pronto que tarde, nos va a pasar una abultadísima factura que, nos guste o no, vamos a terminar pagando todos.

Y no porque los españoles queramos tener una casa en propiedad, que eso es algo que entra dentro de lo normal, sino por los excesos que se han cometido en el último lustro en torno a este tema. Los españoles piden a los bancos hipotecas por 40 ó 50 años para adquirir pequeños apartamentos en el extrarradio de las ciudades, convencidos de que están haciendo un gran negocio y de que, en apenas unos meses, su propiedad se habrá revalorizado sustancialmente. Persuadidos de las bondades del crédito barato y casi ilimitado incluyen a veces automóviles de lujo y otras bagatelas aprovechando un tipo de interés que, hasta hace no mucho, era ridículamente bajo.

Desde 2002 la bola de nieve no ha hecho sino crecer llegando a límites demenciales. Con el ladrillo como principal activo de inversión no es descabellado decir que, en España, lo único que ha dado dinero en los últimos años han sido los inmuebles. Este sector, que es de los principales en cualquier país, se ha convertido en la columna vertebral de la economía española. Los créditos sistemáticos e indiscriminados han hecho crecer el parque de viviendas hasta el extremo de que urbanizaciones enteras están vacías porque las casas fueron compradas en su momento para invertir, es decir, para esperar y sacar mayor tajada en un mercado que se presumía eternamente alcista.

Tanto dinero ha afluido hacia la construcción y promoción de viviendas que la actividad inmobiliaria concentra una buena parte del empleo nacional; ya en la construcción, ya en la financiación o ya en la venta. Por no hablar del aporte de este sector sobre el PIB que es ya equivalente al del turismo, la mejor y más competitiva arma de la economía española desde hace décadas.

Aunque se haya negado repetidamente su alcance y hasta su mera existencia, lo cierto es que la vivienda en España ha padecido (y aún padece) una burbuja de dimensiones astronómicas. Una burbuja histórica que será recordada durante años y tal vez escriba su última página en la Historia enseñándose en las facultades de Economía.

Al final, fiel a su naturaleza, la burbuja ha terminado por estallar. La construcción se detendrá en seco a lo largo de este año. Las promociones ya no encuentran clientela y los que se las veían felicísimas pensando en las altas rentabilidades de sus inversiones inmobiliarias se quedarán con la casa y un palmo de narices. Lo demás vendrá no mucho después. Reajuste completo de la economía, crecimiento del paro y mil problemas derivados de la morosidad. Lo que se ha dejado de hacer por la fijación con el ladrillo, es decir, el coste-oportunidad que nos ha supuesto es incalculable y, por descontado, imposible de cuantificar. Será, en cierto modo, la consecuencia necesaria e inevitable después de haber vivido peligrosamente y muy por encima de nuestras posibilidades. Una lección que nunca se termina de aprender.

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