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El gordo y el flaco

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Durante los procesos de creación legislativa, los órganos productores de normas atraen hacia sí una miríada de grupos de presión de todo tipo procedentes en su mayoría de la sociedad civil (empresas, sindicatos, patronales, organizaciones ecologistas, asociaciones de productores, de profesionales o consumidores, agricultores, grupos sociales, ONGs…).

Todo poder legislativo es generalmente ignorante de lo que pretende regular. Necesitan, obviamente, asesoramiento. Es ahí donde los lobbies juegan sus bazas. Se calcula que alrededor de los dos centros de producción legislativa más importantes del mundo, el Congreso americano (Cámara de Representantes y Senado) y la Unión Europea (Comisión, Parlamento y Consejo de Ministros) pululan respectivamente unos 30.000 y 20.000 lobbies de toda laya, cual abejas en un panel de rica miel. Otros legisladores nacionales cuentan con su inseparable recua de lobbies locales.

Detengámonos en los lobbies empresariales. Las empresas y sus asociaciones defienden legítimamente sus particulares intereses y derechos tal y como nos muestra un sano asociacionismo voluntario. Entre otras muchas estrategias, se organizan lobbies para dirigirse a los poderes públicos con el objetivo de que éstos no cometan más tonterías de las necesarias a la hora de legislar. El mal fario sobreviene cuando dichas empresas o agrupaciones de intereses creen que dentro del elenco de sus derechos está también el de recibir un trato legislativo especial o el de protegerse de la competencia sirviéndose del poder coactivo para conseguir rentas al margen del proceso productivo.

Es entonces cuando las empresas, en vez de buscar el favor de sus clientes, poseen otros incentivos muy poderosos para dirigirse a los políticos y sus criaturas legislativas. Ejemplos de lobbies empresariales potentes en Europa son la ERT, EUROPABIO, UNICE, ECIS o AMCHAM. Se sabe, además, que el retiro dorado de cualquier político, si tiene los contactos adecuados, es ser contratado en este tipo de lobbies o asociaciones de peso.

Cuando recordamos lo que Mancur Olson decía de la prevalencia en las acciones colectivas de las minorías organizadas sobre las mayorías desorganizadas o lo que la Escuela de Elección Pública (EEP) enseña acerca del fenómeno de los beneficios concentrados y los costes dispersos, lo sensato sería abogar por una reducción de la injerencia de los poderes públicos sobre la vida de las personas con el fin de evitar ser utilizados por el poder organizado (los menos) para su ventaja a expensas de la mayoría desorganizada (los más).

Sin embargo, los creyentes en la siempre beneficiosa acción estatal opinan de otra forma. Creen que este problema se puede atajar mediante dos tipos de medidas: una sería la de imponer códigos de conducta (privados) y de buen gobierno (público) ignorando, de nuevo, las conclusiones de la mencionada EEP en torno a los incentivos de la clase dirigente y a lo problemático de la romántica consideración de sus acciones carentes de interés personal.

El otro tipo de medida sería la de regular (qué raro) el fenómeno de los lobbies. En esto los EE UU nos llevan ventaja por la influencia que tienen allá en la financiación de las campañas políticas. Durante el mandato del irrefrenable Clinton se aprobó la Lobbying Disclosure Act de 1995, luego modificada por la Legislative Transparency and Accountability Act aprobada por el Senado en 2006 y la Honest Leadership and Open Government Act de 2007. Con dichas regulaciones crecientes se han impuesto a los lobbies, entre muchas otras medidas, un registro obligatorio, unas declaraciones semestrales de los gastos dedicados a esta actividad (lobbying) y por cuenta de quién o quiénes actúan. Los burócratas de la Unión Europea pretenden seguir este mismo camino mediante regulaciones similares a instancias de la Comisión y del Parlamento europeos.

No obstante, pensar que a los lobbies se les puede meter en cintura con este tipo de regulaciones es errar el tiro completamente. Los grupos de presión acudirán allí donde haya poder político concentrado y lograrán colar siempre sus "razonables" propuestas. Además, atrapados como estamos todos en la maraña del sistema actual de permanente legislación, no pueden obrar de forma distinta a como lo hacen (aunque sólo sea para que competidores presentes o futuros no se les adelanten). Con ello se socava la productividad general.

No tenemos solución: el problema nos parece ser únicamente del poder económico, nunca del poder político. Seguimos pensado que lo saludable es poner control a los indeseables "michelines" empresariales al tiempo que nos mostramos a favor del constante engorde de los "famélicos" poderes públicos mediante intrusiones de éstos en nuestras vidas con medidas legislativas y reglamentarias cada vez más numerosas.

Los lobbies, tal y como los conocemos hoy día, desaparecerán en buena medida mediante la drástica reducción del Estado. Pretender menguar el poder de influencia de aquéllos al tiempo que éste se expande (sus facultades legislativas no conocen límites) es como querer soplar y sorber a la vez.

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