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El mercado es la mejor defensa del consumidor

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En distintos artículos que aparecen en determinados medios de comunicación, resulta habitual encontrarse columnas publicadas en las que sus respectivos autores realizan diversas deducciones partiendo de la premisa básica de que el mercado se trata de una especie de enfermedad del mundo actual. Para estas personas el mercado es algo que se debe controlar y limitar al máximo. Los motivos que les llevan a adoptar dicha postura radican, fundamentalmente, en la errónea creencia de que por medio del mismo un grupo reducido de personas obtienen su patrimonio a costa del trabajo y sudor del resto de la humanidad. Para estos individuos, el mercado se trataría de una especie de esclavitud moderna, en las que los consumidores serían los siervos y los directivos de las grandes compañías los amos. No obstante, nada más alejado de la realidad, ya que precisamente el mercado es la mejor defensa del consumidor y es la máxima garantía para su protección.

Cuando se emplea la palabra mercado se está englobando infinidad de transacciones que se llevan a cabo en cada instante por distintas personas. Estas actividades que realizan vendedores y compradores tienen como característica fundamental la libertad. Todas y cada una de ellas se llevan a cabo porque todas las partes intervinientes así lo desean. Si se realizase una operación de manera coactiva estaríamos hablando de un fenómeno extraño y ajeno al mercado. Únicamente dos tipos de organizaciones se sirven de la coacción para imponer condiciones que deben ser aceptadas por las otras partes, tanto si así lo desean como si no. La primera serían las organizaciones criminales, que emplean la violencia o la amenaza de su uso para hacerse con bienes o derechos ajenos en unas condiciones inadmisibles para los usuarios (o dicho en otras palabras, para robarles). La segunda estaría constituida por los Estados, que pueden obligar a sus administrados realizar determinados actos de manera coactiva al aprobar leyes de obligado cumplimiento. Sabiendo que el primer grupo de organizaciones quedan fuera del ámbito de la ley, y que el segundo queda englobado dentro del sector público, se puede llegar a la conclusión de que las únicas transacciones que pueden llevarse a cabo en el mercado privado son aquéllas que tienen lugar de manera voluntaria.

Esta característica de la voluntariedad y libertad de los acuerdos que tienen lugar en el mercado, trae como consecuencia que ni el más rico e influyente de los hombres, con todo su patrimonio y ejército de asesores y empleados, puede obligar a comprar un producto a otra persona si no logra el consentimiento de esta última. Es decir, el mercado, con su libertad, se convierte en el mejor de los defensores del consumidor al necesitarse el concurso de éste para llevar a cabo cualquier transacción. Con independencia de su capitalización bursátil, número de empleados, y facturación, ninguna empresa puede obligar a sus clientes a comprar sus bienes o servicios.

No obstante, hay quien afirma que el mercado no es justo ya que la publicidad engaña al consumidor, desvirtuándose dicha libertad. Puede darse el caso en que personas sin escrúpulos incurran en el ardid de realizar campañas publicitarias que no respondan a la verdad. Esto, sin embargo, no significa que el consumidor quede indefenso una vez descubierto el engaño tras la adquisición, ya que se arbitrarían dos mecanismos de defensa. El primero sería la exigencia del cumplimiento del contrato. Puesto que en el mismo, ambas partes consisten en obligarse, si una ellas no cumpliese su cometido, podría ser denunciada ante los tribunales que se convertirían en los intérpretes y garantes del mismo. El segundo de los mecanismos es la comunicación informal. Cualquier consumidor, en un momento u otro, ha cambiado la opinión favorable que tenía de un producto, que iba a adquirir, al ser desaconsejado por un conocido que tuvo una mala experiencia con el mismo. Y es que resulta imposible engañar a los consumidores durante mucho tiempo, ya que éstos no son necios, y tratan de tomar un papel activo en su autodefensa, transmitiendo la poca fiabilidad que tienen ante un vendedor que les ha engañado, para castigar así su deslealtad. Precisamente, por la libertad de la que gozan los consumidores, la desconfianza les lleva a no comprar. Y si un oferente no puede vender sus productos, al no querer nadie comprarlos, sólo le queda una salida, la quiebra.

Para que estos mecanismos de defensa funcionen, son necesarios que se apliquen los principios de responsabilidad y la exigencia del estricto cumplimiento de los contratos. Si se convierte al vendedor en responsable de lo que ofrece, y se le puede exigir lo acordado, el consumidor tiene herramientas poderosísimas para cuidar de sí mismo.

Por tanto, la limitación del mercado y su control férreo pueden provocar, irónicamente, la indefensión del consumidor, al perder la libertad de elección. La mejor defensa que pueden hacer los gobiernos de sus consumidores es aumentar la libertad de sus mercados y cuidar de que su sistema jurisdiccional sea lo suficientemente ágil y transparente para que éstos puedan exigir el cumplimiento de los contratos a la par que piden responsabilidades al vendedor.

La defensa del mercado no es sino la defensa del consumidor y de su herramienta más poderosa, la libertad.

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