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El progresismo de Woodrow Wilson

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Los presidentes de los Estados Unidos tienen la costumbre de fijarse como referente otros que ocuparon su mismo puesto. Barack Obama se ha fijado en las presidencias de Lincoln, Franklin D. Roosevelt y Ronald Reagan. Estos tres presidentes, dos republicanos y un demócrata, lograron producir cambios en los términos políticos que asentaron la primacía de sus propios partidos en las décadas siguientes. Pero ideológicamente su referencia es otra. Aunque Lincoln y FDR le sirvan de inspiración ideológica, Woodrow Wilson completa el monte Rushmore del presidente Obama. Wilson es el epítome del progresismo americano, tanto por la profundidad de su pensamiento como por haber tenido la ocasión de llevar sus ideas más lejos que cualquier otro, por la posición que ocupó en la Casa Blanca.

¿Qué ideas eran esas? Sus raíces son varias, pero emergen en un tronco muy reconocible. Steven H. Wayward, en su reciente libro The Political Incorrect Guide to The Presidents, considera que «frente a la tradición Americana de los fundadores, Wilson deseaba sustituirlas por las ideas de culto al Estado del filósofo alemán Georg Wilhelm Hegel, más las ideas evolutivas de Charles Darwin».

El autor inglés le ofreció una explicación que consideraba suficiente, de carácter científico, para su racismo acendrado. Darwin también le hizo descartar la idea de que la naturaleza humana es fija. El hombre es perfectible. Puede mejorar bajo la guía del Estado. En 1913, año en que ocupó la presidencia, publicó un libro bajo el título The New Liberty en el que frente a la idea negativa de libertad, él defendía otra mucho más relevante: la libertad positiva, vista como la capacidad del hombre de conseguir cosas que desea. Y esa capacidad sólo se puede ampliar mediante la actuación del Estado.

Ambas ramas de su pensamiento, la de Hegel y la de Darwin, le llevaron a ver al ordenamiento jurídico de los Estados Unidos y la Constitución como un organismo que evoluciona con el tiempo. Por eso fue él quien primero utilizó la expresión «constitución viva». El propio Wilson nos explica a qué se refiere en su libro Congressional Government: «A medida que la vida de la nación cambia, del mismo modo la interpretación del documento que la contiene cambia por un sutil ajuste. No por los propósitos originales de aquéllos que escribieron el documento, sino por las exigencias y los nuevos aspectos de la vida misma». El encargado de hacer este «sutil ajuste» es la Corte Suprema, que «proveerá de la interpretación que servirá a las necesidades del momento».

Pero ¿cómo podía tener la pretensión de conocer todo eso? Es difícil no ver en eso una visión gnóstica del líder como un profeta secularizado, que tiene un conocimiento único de cuál debe ser el sentido de la historia. El líder gnóstico promete liberar al pueblo de todas las ataduras del pasado, y conducirlo hacia un futuro, tan cercano que casi lo tocamos con las manos, de paz y justicia infinitas.

El presidente es «un hombre que entiende su propia época y conoce las necesidades de su país, y que tiene la personalidad y la iniciativa necesarias para imponer su visión sobre la gente y sobre el Congreso». «Un presidente en el que confía el país no sólo puede liderarlo», dice Wilson, «sino que puede ahormarlo a sus propias ideas». Porque en esa distancia insalvable entre el líder y la masa, «los hombres son como barro en las manos de un líder consumado… Un (verdadero líder) utiliza las masas como (instrumentos). Debe inflamar las pasiones sin prestar demasiada atención a los hechos. Los hombres son como barro en las manos de un líder consumado», repite, recreándose en su idea.

Ese mesianismo no está desligado de su propia actuación. Durante la campaña electoral de 1912, la que le llevó a la presidencia, Wilson dijo: «Creo que Dios ha otorgado las ideas de libertad (…), que hemos sido elegidos, elegidos de un modo señalado, para mostrar el camino a las naciones del mundo cómo han de recorrer los caminos de libertad».

Su política exterior se entiende mejor desde estos presupuestos ideológicos. Wilson veía en los Estados Unidos un agente para el progreso de la humanidad, para «un nuevo orden y una nueva vida», como dice en sus catorce puntos. La suya era una promesa de «una nueva Tierra que emergerá del horror, pero que se ennoblecerá por el sacrificio de millones de personas». Intervino Méjico en 1914, Haití en 1915 y la República Dominicana en 1917. Quería «enseñar a las repúblicas de Sudamérica a elegir a los hombres buenos».

Entró en la I Guerra Mundial para «hacer que el mundo sea seguro para la democracia». Una democracia que estaba siendo amenazada por «la existencia de gobiernos autocráticos», como el de Alemania. Dado que luchaba «contra una idea, no contra un pueblo», y que esa idea se oponía al progreso tal como él lo conocía, Wilson no podía transigir. No lo hizo. Rechazó todos los intentos de mediación, como el de Benedicto XV. Y siguió con su proyecto hasta sus últimas consecuencias, que eran el desmembramiento del Imperio alemán y del Imperio austro-húngaro.

La lucha por la humanidad es mucho más importante que cada una de las personas que la conforman. La Constitución debe de estar lo suficientemente viva como para que quede en letra muerta. Y las leyes deben adaptarse a lo que indique un líder consumado. Por eso promovió la Ley de Espionaje del año 1917, en la que criminalizó «la transmisión de información que tuviese la intención de interferir con la operación o el éxito de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos o promover el éxito de los enemigos». Actos punibles con penas de hasta 30 años, o con la muerte. Nótese que decir la verdad entra dentro del ámbito punible.

Esta ley fue corregida por la Ley de Sedición de 1918, que prohibía cualquier forma de expresión que utilizase «un lenguaje desleal, profano, insidioso o abusivo sobre el gobierno de los Estados Unidos» o cualquiera de sus símbolos. Luego esta ley se taimó, pero con ella en la mano el fiscal general, Thomas Gregory, dijo: «Que Dios tenga merced con él, pues no ha de esperar nada por parte de un pueblo indignado y de un Gobierno vengativo». Los juzgados ordinarios persiguieron a dos millares de ciudadanos por pronunciar discursos desleales, sediciosos o incendiarios. Sólo 10 de los detenidos estuvieron implicados en algún tipo de sabotaje.

La política exterior tradicional de los Estados Unidos consistía en ser una ciudad sobre una colina, a la que todos pudiesen observar para seguir su ejemplo de escrupuloso respeto por la libertad. Wilson la cambió radicalmente. El gobierno federal de los Estados Unidos ya no sería un ejemplo. Sería un agente transformador del mundo. Si lo iba a ser fuera, por descontado que lo iba a ser dentro de sus fronteras. Bajo su mandato se produjo lo que se ha llamado la «revolución de 1913», por sus amplios efectos sobre el peso del Gobierno Federal: La decimosexta enmienda que aprueba la introducción de los impuestos directos, y la creación de la Reserva Federal, el tercero y parece que definitivo intento por crear un banco central en los Estados Unidos. Durante la guerra se hizo un ensayo de economía planificada.

Este es el modelo ideológico de Barack Obama. Un presidente mesiánico que tenía la pretensión de conducir la nación por una senda de progreso para la que el país no está preparado. Por suerte, Obama carece de la voluntad irrestricta de transformar el país frente a cualquier obstáculo, como por ejemplo los derechos humanos.
 

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