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El rapto de los europeos

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El merecido batacazo electoral sufrido por los socialistas españoles en las pasadas elecciones generales, que ha catapultado al Partido Popular y, especialmente, a su líder Mariano Rajoy, al gobierno de España, no puede hacer perder la vista de las cuestiones fundamentales que se dirimen en este momento.

Aunque por su trayectoria no parece que sus protagonistas estén muy convencidos sobre su bondad, el gobierno en ciernes debería emprender medidas liberalizadoras radicales de la economía y drásticas reducciones del gasto público de todas las administraciones públicas por un mero instinto de supervivencia y con la vista puesta en garantizar a los españoles unas condiciones mínimas de bienestar general a medio plazo. De otra manera, los inversores que le prestan su dinero exigirán unos intereses acordes con la percepción del riesgo de impago por parte de un estado asentado en una sociedad donde menos de la mitad de la población sostiene los ingresos que el Estado distribuye entre la otra parte más numerosa compuesta por funcionarios, pensionistas y parados. A estos efectos no cabe argüir que la deuda pública es relativamente baja comparada con la de otros estados europeos. Un veinte por ciento de paro no encuentra parangón en ninguno de ellos, por mucho que compartan la esclerosis de sus sistemas intervencionistas del malestar y necesiten también reformas profundas. La imposibilidad de un rescate exterior ante una eventual suspensión de pagos, dado el ingente volumen acumulado de deuda pública y bancaria, o la "invitación" al Banco de España a abandonar el sistema europeo de bancos centrales culminado en la cúspide por el Banco Central Europeo, con la aparente consecuencia de abandonar el uso del euro, deja un margen nulo a políticos maniobreros que se niegan a aceptar las consecuencias de la realidad. Aunque en esas circunstancias el gobierno renunciara al monopolio monetario y permitiera el uso de la divisa europea como moneda de curso legal para paliar los efectos catastróficos de una redenominación de créditos y deudas en una nueva peseta previsiblemente depreciada, la desconfianza hacia un estado y, lamentablemente, el país sobre el que se asienta, suspendería la afluencia de capital por mucho tiempo, cuando no la abierta huida.

Urge, pues, que el Estado elimine los déficit de las administraciones públicas ajustando sus gastos a los ingresos tributarios que obtienen en este momento y, más aún, reduciendo la carga impositiva que soportan ahorradores, empresarios y trabajadores con el fin de estimular nuevos proyectos empresariales que generarán riqueza y empleos. El debate debería plantearse respecto al orden a establecer en la eliminación de compromisos presupuestarios y en la búsqueda de ingresos para el estado mediante una inteligente enajenación de parte de su patrimonio. Particularmente, creo que resultaría ejemplar para una sociedad llamada a hacer sacrificios comenzar por prohibir todas las subvenciones públicas a empresas, asociaciones, partidos, sindicatos y particulares, así como el cierre y liquidación de las empresas públicas que no encuentren un comprador en subastas abiertas. A continuación, al mismo tiempo que se eliminan regulaciones administrativas en todos los mercados, deberían ordenarse los recortes de gasto que se derivarían de la laminación de la dimensión y las competencias de todas las administraciones, al mismo tiempo que se eliminan duplicidades entre ellas.

Aprovechando la dramática coyuntura, sectores influyentes del gobierno alemán actual quieren corregir la prodigalidad de los estados del malestar europeos con más recetas intervencionistas y centralizadoras, a tenor de lo que se vislumbra en su plan para reformar los tratados de la Unión Europea. Se prevé la creación de un nuevo comisario para controlar incumplimientos del pacto de estabilidad, la articulación de nuevos recursos ante el Tribunal de Justicia de la UE contra los estados que incumplan los compromisos del pacto, la intervención de la Comisión en las fases de aprobación y ejecución de los presupuestos nacionales para lograr los resultados apetecidos e, incluso, el establecimiento de un fondo monetario propio que ejerza las funciones del Fondo Monetario Internacional en el ámbito europeo. Hasta apuntan a la creación de una agencia de calificación europea "independiente". Muchos ven en estos movimientos la plasmación ordenancista del deseo, muy extendido entre la casta política alemana y francesa, de forzar una integración política decidida bajo la batuta de estos países, la cual, de esta manera, sigue el argumento, disciplinaría a los países europeos tradicionalmente menos serios en la administración de los asuntos públicos.

Se recordará que tras el fracaso de la llamada Constitución europea, los gobiernos europeos y la comisión tramaron el denominado Tratado de Lisboa para sacar adelante prácticamente el mismo contenido que no pudo ratificarse al ser rechazado por franceses y holandeses en sendos referendos nacionales. Con ocasión del referéndum celebrado en España en febrero de 2005 para ratificar el texto original, muchos liberales nos mostramos contrarios a su aprobación ya que suponía una vuelta de tuerca en la centralización y ampliación de competencias de un superestado europeo. Lejos de simplificar y eliminar las políticas despilfarradoras emprendidas desde su fundación, como la desgraciada política agraria común (PAC) el Tratado de funcionamiento de la Unión Europea, como se denomina en la jerga comunitaria, añadió nuevas regulaciones dirigidas a una integración de los estados miembros en una Unión que supervisaría todas sus políticas, asumiendo de forma inmediata o potencial nuevas competencias. Antes de que estallara con toda virulencia la crisis financiera y monetaria mundial, más aguda en los países como España donde se estimuló la burbuja inmobiliaria, los países europeos ya habían cedido gran parte de su soberanía al centro y, lo que es peor, consagrado el intento de conjugar ideas contradictorias sobre los objetivos del gobierno. Se dice que se persigue el equilibrio presupuestario y no se cesa de ampliar los ámbitos de la acción de algún gobierno, abonando precisamente el terreno para lo que se dice querer atajar. Así, de forma harto similar a este respecto a la absurda enumeración y distribución de competencias de la constitución española de 1978, con las enmiendas destructivas introducidas por el estatuto catalán de 2006, el nuevo tratado amplió y profundizó los asuntos que los gobiernos deben atender a una escala u otra. La enumeración que se ofrece resulta clarificadora de esas intenciones. Así se habla de regular el mercado interior, el espacio de libertad, la seguridad y la justicia, la agricultura y la pesca, el transporte y las redes transeuropeas, la energía, la política social, la cohesión económica, social y territorial; el medio ambiente, la protección de los consumidores, la salud pública, la política exterior y la seguridad común, la exploración espacial, las políticas industriales, la educación, la formación profesional, la juventud, el deporte, la cultura y la protección civil.

El volumen de esos asuntos resulta tan vasto que los políticos estatistas europeos pensaron en prescindir aún más de la regla de la unanimidad entre los contratantes que rige la reforma de los tratados internacionales, de modo que para futuras modificaciones, siempre abiertas en ese proceso centralizador, bastaría con que sus instituciones (Parlamento, Consejo y comisión) llegaran a acuerdos puntuales. Luego se ponían muy trascendentes y hablaban del déficit democrático que padecían las instituciones europeas por la distancia entre el ciudadano y las instituciones. Invirtiendo el orden de las cosas, se distrae a los medios de comunicación con la filfa de que el Parlamento directamente elegido por los europeos debe asumir más competencias sobre sus vidas para profundizar en esa democracia.

La casta política española, al mismo tiempo que destruía la posibilidad de establecer un sistema federal coherente en el interior, aventada por los nacionalismos locales, se entusiasmó con la ampliación no menos quimérica de las competencias de la Unión. Políticos tibiamente liberales, que al menos tienen ideas articuladas, como el eurodiputado Aleix Vidal-Quadras, defienden la creación de ese superestado europeo como medio de conjurar la centrifugación de España en pequeños estados que lucharían permanentemente entre sí. Desde luego que el daño que causan las ideologías colectivistas como el nacionalismo o el socialismo no pueden subestimarse. Pero discrepo totalmente de esa idea de que pueda anularse su molesta influencia mediante el método de aumentar los poderes de la Unión Europea.

De nuevo, la receta que podemos ofrecer los liberales en estos momentos críticos debe ser la reducción drástica del poder estatal, cualquiera que sea su tamaño. Los europeos se encuentran raptados por esa quimérica idea forjada en la posguerra del estado del bienestar, que resultaría de combinar dosis precisas de libertad y libre mercado con la intervención y el socialismo. Un sistema cuya descomposición puede ser muy larga y dolorosa si no se encuentran alternativas. Cuanto antes se convenzan mayoritariamente de la conveniencia de desmantelar todo ese complejo entramado, antes aparecerán dirigentes capaces de proceder a esa tarea.

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