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El soberanismo

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La noción clásica de soberanía la define como aquel poder absoluto, inapelable, exclusivo, supremo y no derivado que se ejerce sobre una sociedad política, diferenciada de otras, y que se asienta sobre un territorio definido (Bodino y Matteucci). Este término, además de totalmente desfasado en nuestros días, resulta engañoso cuando es utilizado en el discurso nacionalista. Poco importa que el nacionalismo provenga de la exaltación colectiva del genio nacional de un pueblo que sí dispone de Estado independiente, como que proceda de aquel movimiento particularista o independentista que aspire a tener un Estado propio.

Al hilo del concepto de soberanía nos topamos con el de independencia política. Son independientes, al menos en apariencia, aquellos pueblos que no se hallan sometidos al dominio de otros pueblos por disponer de una organización política capaz de frenar las intromisiones de otros gobiernos o Estados. El discurso nacionalista periférico (aquel que defiende la secesión de un cuerpo político más amplio) ignora la existencia de plena integración social y política del pueblo del que dice defender su derecho de autodeterminación, respecto del pueblo común al que se opone como si de dos cuerpos distintos se tratara. En este sentido, el nacionalismo concibe al pueblo como una realidad colectiva autodefinida, y no por el contraste con otros pueblos que resultan ciertamente extranjeros por falta de integración.

La autodeterminación, como reconocimiento político de la sociedad internacional a todo aquel pueblo que se halle sometido al dominio de otro pueblo sin que entre ambos exista plena integración política, es una facultad legítima que tiende a constituirse en movimiento reivindicativo. La autodeterminación, por tanto, sólo opera en situaciones de colonización o de auténtico sometimiento y segregación. En este caso, el pueblo sometido se define no tanto por la identidad cultural que le es propia como por el esfuerzo legislativo del Estado dominante por establecer límites y mecanismos de control sobre el mismo.

El ejemplo de los EEUU resulta muy ilustrativo. Se trata de una nación política moderna capaz de integrar varios pueblos, que muchas veces continúan definidos internamente, pero que sin embargo han tendido a unirse políticamente sin que el Estado haya necesitado utilizar importantes mecanismos de integración. Se trata, por otro lado, de pueblos que no serían capaces de definir un ámbito territorial propio dentro del territorio norteamericano, al menos no a un nivel lo suficientemente amplio como para siquiera aspirar a cierta autonomía política dentro de la nación común a la que pertenecen. La mera ciudadanía norteamericana, que iguala jurídicamente, y reconoce idénticas libertades públicas a todos los individuos, ha servido para que desaparezcan los elementos que en Europa sí han propiciado algunos nacionalismos legítimos.

Volviendo al concepto de soberanía, que es la aspiración fundamental de todo nacionalismo sin Estado o con un Estado relativamente sometido, no debe tomarse en su versión premoderna. La soberanía ha sufrido un proceso de despersonificación, abstracción y racionalización unida a la idea de poder. La teoría política, y su plasmación en los textos constitucionales, atribuye la soberanía a un concepto de nación política solo aplicable a sociedades integradas en términos no sólo culturales, sino políticos, económicos y morales. Las naciones modernas se desprendieron de sus rasgos meramente etnicistas para extenderse sobre órdenes sociales más amplios y complejos, de individualismo creciente, y en los que la acción y la participación políticas dejaban de pertenecer en exclusiva a una aristocracia poco numerosa dotada de privilegios ancestrales. La soberanía, abstracta y despersonificada, queda engarzada en las sociedades modernas como poder inapelable que ejerce el pueblo a través de un Estado.

La anterior definición, tan ingenua como imposible, choca con otra, no menos discutible, dada por Carl Schmitt, quien entiende que el soberano es siempre un individuo cuyas decisiones determinan el destino político de una comunidad al margen de que la fuente de su poder derive de un complejo proceso de reconocimiento social. Para Schmitt, soberano es quien decide en estado de excepción.

En los órdenes sociales complejos y plurales, que a su vez interaccionan o se integran a distintos niveles con otros órdenes similares, la soberanía es relativa y limitada, tanto interna como externamente. El nacionalismo periférico, identitario e independentista, sostiene todo su discurso sobre el mito de la soberanía como poder ilimitado, absoluto y despersonificado. La realidad es que tal cosa no existe, por no decir que no ha existido nunca en sociedades mínimamente avanzadas. Es un mito que se desvanece.

Lo cierto es que las naciones políticas propias de nuestra época, al menos en el mundo occidental, pueden ser tan amplias y plurales como quepa concebir. Lo realmente importante es el grado de correspondencia política e integración social que dé como resultado estructuras de poder compartido sistematizadas y distinguibles de otras equivalentes que ejerzan su potestad sobre pueblos y territorios distintos. No ha existido nación política moderna sin que un poder soberano, o un Estado, haya decidido previamente constituir una. Ha podido hacerlo ofreciendo ciudadanía y libertad, o bien a través de mecanismos coercitivos y de ingeniería social con mayor o menor éxito. Ha habido, igualmente, exitosos procesos federativos, propiciados por una identidad cultural anterior, pero que nunca habrían cuajado sin que existiera el interés político y económico de constituir uniones estatales suficientes. A partir de ahí, el proceso de homogeneización e integración en todos los órdenes ha resultado asimilable al de otros ejemplos de formación de grandes ámbitos de ejercicio de soberanía.

El discurso nacionalista maneja conceptos con la sola intención de manipular sentimientos y movilizar a las masas hacia una deriva desintegradora que rompa el statu quo sin que, previamente, se haya desligado el conjunto social afectado en el resto de sus órdenes. La ruptura política no puede plantearse como algo que no afecte a todo lo demás. El nacionalismo esboza un desafío claro al proceso natural de abertura y expansión del orden social (espontáneo), unido a formas federativas de poder (deliberadas). La tendencia ha de ser ascendente y compositiva, no descendente y deconstructiva. Carece de toda legitimidad y justificación aquel movimiento secesionista que no pretenda la independencia política de un pueblo que se halle efectivamente dominado por otro. El nacionalismo particularista, lejos de reivindicar la libertad para los ciudadanos, aspira exclusivamente a que se produzca un cambio de rostros, denominaciones y banderas en el ejercicio de la soberanía, la cual seguiría justificando una intromisión ilimitada en la vida de los individuos que pasaran a formar parte de ese nuevo ámbito de dominio político.

Sobre este mismo tema:

@JCHerran

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