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El valor del mérito

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Como es bien sabido, los méritos son la base sobre la que se construyen las Administraciones Públicas. El personal de que se dotan las entidades gubernamentales se suele seleccionar mediante concursos de méritos u oposiciones, que en sí mismas son una especie de concurso de méritos también. Asimismo, lo primero que solemos conocer de un Ministro o de un alto cargo cualquiera es su Curriculum Vitae con los méritos que atesora, que le hacen supuestamente acreedor al cargo concedido. En fin, es mucha gente la que se queja de que nuestra sociedad o tal entidad no sea una meritocracia, esto es, implícitamente esta gente sostiene que deberían llegar más arriba aquellas personas que más méritos tienen.

Y, sin embargo, cuando uno constata el funcionamiento de esa administración, construida a partir de personas seleccionadas por sus méritos, no se puede evitar reconocer que su funcionamiento deja mucho que desear, y que en cualquier tienda de barrio, por muy carente de méritos que sea quien nos atiende, encontramos mejor servicio. Así pues, la realidad confronta la creencia: ¿es realmente el mérito tan importante a la hora de contratar a una persona?

Es obvio que tiene mucho mérito correr 100 kilómetros a través de las cimas del Himalaya, como también lo tiene aprenderse de memoria 100 complejos temas de derecho. La cuestión es si un empresario contrataría a alguien basándose en estos criterios, y la respuesta basada en la evidencia práctica es que no: un empresario, con su dinero, no contrata a nadie por haber hecho la exigente ruta antedicha, pero tampoco por ser capaz de memorizar unos textos, por largos que sean.

Porque, en el mercado, la cuestión no es si la actividad tiene mérito. Lo importante es si esa actividad tiene valor. Para el tipo que se hace los 100 Km, como para el que se aprende los 100 temas, esa actividad sí tiene valor, pues de lo contrario no la hubiera llevado a cabo. Pero se trata de un valor subjetivo suyo, y sobre él ningún empresario va a tomar la decisión de contratarle.

La única forma e "objetivar" ese valor es poner la actividad en el mercado, y que aflore su precio. Ese precio, el valor de intercambio, es la mejor aproximación al valor que la sociedad da al mérito. En el libre mercado, es el emprendedor quien se arriesga: contrata a una persona en base a criterios subjetivos (del emprendedor) y trata de poner en valor sus servicios. Ya sabemos cómo sigue la historia: obtiene beneficios si el precio obtenido es superior al pagado, y pérdidas en caso contrario. En el primer caso la contratación ha sido un acierto, y es sostenible; en el segundo, deberá rectificar en la medida de lo posible. Es, pues, el precio de mercado la forma de valorar los méritos del trabajador, a través de la actuación del emprendedor, que arriesga sus bienes al fijar su escala de méritos (los criterios por los que escoge a una persona u otra).

¿Qué ocurre en la Administración Pública? Como son actividades no sujetas a la disciplina de mercado, no hay forma de obtener el precio que ponga en valor los méritos de los contratados. En ausencia del criterio de precio de mercado para contratar personas, se han de buscar otras formas de selección.

Y estas son las oposiciones y las escalas de méritos que permiten puntuar de forma objetiva los aportados por cada candidato. Sin embargo, no hay que dejarse engañar: bajo la aparente objetividad de estos baremos, se esconde la arbitrariedad de la definición de la ya citada escala de méritos. ¿Quién y por qué la ha fijado?

Así pues, la subjetividad se traslada a la escala de méritos, con la diferencia respecto al libre mercado de que, en el caso de la Administración, nadie juega con su patrimonio a la hora de establecerla. Por ello, la disciplina lógicamente se relaja y nos podemos permitir fijar méritos de dudoso valor para la sociedad, como puede ser la capacidad de memorización de textos.

Si se acepta, por tanto, que la contratación de personal al servicio del Estado es arbitraria, pues lo es la escala de méritos utilizada (aunque pueda estar justificada), se comprende mejor la insistencia por hacernos tragar con la importancia de los méritos para ocupar tal o cual puesto.

Y es que cuando se nombra un alto cargo en la Administración, la asunción general, la ficción, es que está allí porque lo vale. Es fundamental la retórica del curriculum: ha sido nombrado por su experiencia en tal cosa, o viene de la OCDE, o ha estado en la Comisión Europea, es catedrático en tal universidad, o, el súmmum, pertenece a tal cuerpo de funcionarios. Hay que imbuir un sentido de merito que apabulle a la gente en general y, sobre todo, a sus futuros subordinados. Los primeros creen quedar así en buenas manos, mientras que a los segundos se les pretende convencer de que si ese señor pasa a ser su jefe es porque es mejor que ellos en lo que hace.

Pero no hay que engañarse: los méritos no son un criterio de servicio a la sociedad. Solo existe una manera de ver si el mérito tiene valor, y es ponerlo en el libre mercado para que aparezca su precio. De otra forma, lo único que hay es un sistema, aunque sofisticado, para que los políticos coloquen a sus amigos y se mantenga la ficción de que nos rigen los mejores. Por cierto, también los faraones decían ser hijos del Sol.

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