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En defensa de otros ayuntamientos

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Como modo urgente de paliar el calamitoso estado de las cuentas públicas, ha surgido la idea de forzar la fusión de miles de pequeños ayuntamientos que existen en España para, se dice, ahorrar gastos innecesarios y reducir los déficits y el endeudamiento público. Sin duda, con la vista puesta en el anuncio del gobierno griego de eliminar dos tercios de esas administraciones locales para ahorrar gastos, pero con precedentes en la reorganización ensayada en otros países europeos, los defensores de esa reforma administrativa esgrimen unos argumentos dignos de consideración: Debido a su minúsculo tamaño, estos gobiernos locales son muy poco eficientes a la hora de gestionar servicios. Si los ayuntamientos, sigue la argumentación, tuvieran un tamaño que les permitiera alcanzar economías de escala y optimizar su gasto, sería posible, además, eliminar otras administraciones locales superpuestas que contribuyen al descomunal volumen del aparato burocrático español, esto es, las diputaciones provinciales y los cabildos y consejos insulares.

Sin embargo, aun reconociendo que la propuesta más definida asume que el proyecto consistiría en promocionar la agrupación de ayuntamientos, adaptándose a sus circunstancias concretas, más que en imponer esa medida desde el gobierno central o autonómico respectivo, entiendo que ese planteamiento invierte las prioridades que deben fijarse para simplificar y reducir al máximo la estructura administrativa del Estado e, incluso, soslaya la cuestión de que la centralización y la concentración de funciones no garantiza por sí misma la reducción del gasto. Antes al contrario, el ahorro inicial derivado de la supresión de cargos electos y funcionarios municipales equivalentes quedaría muy menguado si se mantienen las actuales premisas legales y políticas que incentivan el gasto irresponsable de los gobiernos locales. La supuesta solución residiría en dar vueltas al mismo modelo sin atajar los problemas de fondo.

Si desengranamos las disposiciones de la Ley de bases del régimen local en España, cuyo cuerpo principal, refundiendo y actualizando la legislación franquista, se aprobó durante los mandatos de González Márquez, comprobaremos hasta qué punto los socialistas marcaron su impronta en el régimen local español, de acuerdo a los símbolos utopistas dibujados en los carteles de estilo infantil del genial José Ramón Sánchez para la campaña electoral de las elecciones municipales de 1979.

En el artículo 25 nos encontramos con una declaración de partida ciertamente chocante: "El Municipio, para la gestión de sus intereses y en el ámbito de sus competencias, puede promover toda clase de actividades y prestar cuantos servicios públicos contribuyan a satisfacer las necesidades y aspiraciones de la comunidad vecinal". Sin ser conscientes del exceso cometido con ese desiderátum colectivista, los legisladores españoles atribuyen a los ayuntamientos la provisión obligatoria y gradual de determinados servicios (pero no excluyente de otros) en función de su número de habitantes. En principio (Art. 26.1) todos los ayuntamientos deben prestar los servicios de alumbrado público, cementerio, recogida de residuos, limpieza viaria, abastecimiento domiciliario de agua potable, alcantarillado, acceso a los núcleos de población, pavimentación de las vías públicas y control de alimentos y bebidas. Subiendo en esa escala, en los pueblos con más de 5.000 habitantes debe añadirse al menos un parque público, una biblioteca pública, un mercado y el tratamiento de residuos. En el siguiente peldaño (municipios con población superior a 20.000 habitantes), los ayuntamientos deben asumir la protección civil, la prestación de servicios sociales, la prevención y extinción de incendios y las instalaciones deportivas de uso público. Por último, en las localidades con una población superior a 50.000 habitantes, la lista de servicios se amplía al transporte colectivo urbano de viajeros y a la protección del medio ambiente.

A poco que el lector haya viajado por España, no se le habrá escapado (incluso antes del definitivo impulso dado al despilfarro por el anterior inquilino de La Moncloa) que todo pueblo que aspire a tener cierta reputación cuenta con un parque, un centro cultural y un polideportivo con piscina públicos. No ha sido ajeno a esta proliferación de obras y servicios públicos, imposibles de mantener por los impuestos ordinarios de los pequeños municipios, el papel de las manirrotas comunidades autónomas y las expectativas que abre la legislación urbanística de confiscar a los promotores los terrenos necesarios e, incluso, obligarles a pagar los costes de ejecución inicial de los proyectos. Toda esta dinámica parecía parte del sueño español, a pesar de que la "sabiduría" del legislador impuso esos servicios solo a los Ayuntamientos de más de 20.000 habitantes. Curiosamente, el tamaño que los redactores de la propuesta de UPyD consideran óptimo para la gestión de un municipio.

Pero cabe defender otro régimen local en España. Un modelo que abra los ayuntamientos a la competencia y les haga responsables de sus decisiones, permitiéndoles prestar solo aquellos servicios que puedan financiar con los ingresos obtenidos por sus tributos reales de ejercicios pasados, sin incluir los impuestos y tasas procedentes de la gestión urbanística. La enajenación de parte de su patrimonio debería destinarse a saldar sus deudas. Esta opción no impediría que gran parte de los servicios se presten por empresas privadas que se encargarían de cobrar a sus clientes, bien como concesionarias o bien como competidoras. Estas reglas, respetuosas de su autonomía y de la elección de sus vecinos, paliarían los déficits y el endeudamiento que han alcanzado límites insoportables después del pinchazo de la burbuja inmobiliaria. En el caso de que los políticos locales impulsaran planes de incremento de gasto se verían obligados a trasladar inmediatamente el coste a los vecinos a través de los impuestos.

Una cuestión diferente sería que, además, fruto de la decisión de sus habitantes de emigrar a otros municipios donde existan mejores condiciones para trabajar o invertir, la despoblación de muchos municipios conduzca a la agrupación voluntaria de ayuntamientos o, incluso, a abrir la posibilidad de constituir mancomunidades que compartan los sueldos de los funcionarios públicos asignados a más de un ayuntamiento, sin que cada uno ellos pierda su personalidad jurídica. En este caso, obviamente, debería reformarse la rígida legislación de los funcionarios y empleados públicos para permitir la amortización de aquellos puestos que no tengan garantizada su existencia en el presupuesto y la movilidad administrativa.

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