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En la muerte de Paul Volcker

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No sé si Volcker era un “keynesiano conservador”, como le llamaba Murray Rothbard, aunque creo que es una calificación muy acertada.

Dos hechos marcarán la contribución de Paul Volcker, que ha muerto recientemente a los 92 años, a la historia de su país. El primero es el conjunto de medidas que tomó para frenar el aumento de los precios. Tras décadas de keynesianismo, los Estados Unidos se deslizaron por la pendiente de la inflación. En marzo de 1969, la inflación (o, por ser más precisos, el aumento generalizado de los precios) superaba ya el 5 por ciento, en 1974 el 10 por ciento y alcanzaba su cenit en los primeros meses de 1980, cuando rozaba el 15 por ciento.

Arthur Burns y G. William Miller comenzaron a responder elevando los tipos de interés (en el once por ciento cuando lo deja Miller), pero Volcker no se arredra ante la amenaza de la subida de los precios, y lleva los tipos a superar el 19 por ciento, en enero de 1981, cuando Ronald Reagan jura como presidente de los Estados Unidos. Doma el caballo de la inflación tirando con fuerza de las riendas de los tipos. 

El segundo es la llamada regla de Volcker. El ya expresidente de la Reserva Federal, escribió en enero de 2010 un artículo en The New York Times, en el que expresaba su propuesta. Por el año queda claro que Volcker estaba pensando en el contexto de la respuesta de la regulación a la gran crisis de comienzos de siglo. Lo que proponía Volcker no es muy complicado, en principio: limitar o prohibir las inversiones especulativas de los bancos con los depósitos de sus clientes, que no redundasen en beneficio de éstos. 

La regulación estadounidense del mercado financiero ha asumido las tesis de Volcker. Pero, por un lado, no son suficientes para evitar los ciclos económicos financiados con dinero fiat, sino quizás sólo para reducir algunos de sus efectos. Por otro, es una norma surgida en el proceso político, para dar respuesta a la necesidad de los legisladores estadounidenses de mostrar que ellos velan por la seguridad de los depósitos de sus votantes. Una vez logrado eso y pasada la urgencia del momento, la regla Volcker no tiene tanto sentido desde el punto de vista político, y puede cambiar sin mayor problema. Es, precisamente, lo que está ahora sobre la mesa: rebajar las exigencias de la regla para facilitar, en parte, que los bancos puedan volver a invertir en productos financieros de riesgo, en un esquema en el que el riesgo va por un lado y el beneficio por otro.

Volcker comienza su artículo haciendo mención al riesgo moral que impone la presencia del banco central en el mercado financiero. Su presencia supone una garantía a los bancos de que en última instancia el banco central, en este caso la Reserva Federal, los rescatará. Esto hace que los bancos comerciales se apropien de todos los beneficios de sus comportamientos arriesgados, mientras que las pérdidas quedan enjugadas en parte por el rescate desde el Banco Central. Volcker, a los 91 años y después de seis décadas en el mercado financiero, reconoce que esa mala distribución del riesgo y del beneficio se produce, y que la causa es la existencia del Banco Central. Pero no se plantea volver al statu quo anterior a la Reserva Federal. En su lugar, propone una regla que puede ser razonable, pero que está muy lejos de resolver la cuestión.

Paul Volcker insistió en su carrera en que, en última instancia, los bancos tenían que asumir las pérdidas que habían generado, aunque ello les llevase a la quiebra. En una ocasión, con motivo de una discusión parecida, le recriminó Ralph Hawtrey a Friedrich Hayek si lo que quería eran “más y mejores quiebras”. Hawtrey, especialista en teoría del dinero y del crédito, pareció no ver el problema que se crea cuando la intervención no permite que los bancos que han hecho una mala gestión de los recursos asuman plenamente las pérdidas. Volcker insistió en esa idea, pero nunca dio muestras de señalar cuál era el verdadero problema: en el caso de su país, la Reserva Federal. 

No sé si Volcker era un “keynesiano conservador”, como le llamaba Murray Rothbard, aunque creo que es una calificación muy acertada. En cualquier caso, lo que sí era, como señala la Brookings Institution, es un campeón de la Administración Pública. 

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