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Entre el seny y la rauxa

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"No es lógico que, siendo una parte esencial del estado español, paguemos uno o dos puntos porcentuales más que el gobierno central por nuestra deuda". Quien de esta guisa clama por una emisión de "hispabonos" o "iberbonos" del gobierno central para asumir las deudas de la comunidad de Cataluña no es el prefecto del departamento del Nordeste-Pirineos –como tal vez llamaríamos a esta entrañable región al modo francés– sino el presidente de uno de esos híbridos monstruosos entre estado federado y estado independiente que han resultado ser las comunidades autónomas españolas. Con el pretexto de la falta de apoyo financiero estatal, el gobierno de una de ellas ha suspendido pagos a sus empleados, al tiempo que ha aplazado el ingreso de las retenciones a cuenta del impuesto sobre la renta y las cotizaciones a la seguridad social. No parece que hable la misma persona que antes de llegar a presidente de la Generalitat contribuyó de manera entusiasta al golpe de gracia dado a la legalidad constitucional por la aprobación formal del estatuto catalán de 2006.

Los presentes lamentos de Artur Mas derivan de la percepción común entre analistas de deuda pública de que la caótica relación de los gobiernos españoles conlleva un riesgo adicional de que las deudas de las regiones no se asuman por un gobierno central cuyas cuentas ya se encuentran suficientemente deterioradas. Esta responsabilidad mancomunada frente a los acreedores, la cual parece evidente dentro de la estructura de los estados reconocidos en Derecho internacional, no resulta tan clara con el proceso de segregación progresiva abierto en España hace años. Resulta curioso que cuando el independentista declarado se da cuenta de las consecuencias de sus veleidades no tenga empacho en definir a su demarcación como región española y en reclamar la "ayuda" del denostado gobierno del que quiere independizar a su comunidad algún día.

Entiéndase bien. El estado general de las finanzas públicas no es mejor cualitativamente. Sin embargo, los políticos españoles comparten una contumaz resistencia a reconocer que se ha acabado el dinero. La postura de Mas, aunque equivocada cuando apunta a la emisión de más deuda y la creación de nuevos impuestos, resulta sensata en comparación con las últimas manifestaciones de osadía revestida de aplomo con las que se despidió de la vida pública –esperemos que para siempre– el anterior inquilino de la Moncloa. Poco antes de las elecciones que desalojaron a su partido del poder, bramaba contra el Banco Central Europeo por no promover otro proceso inflacionario que diluyera las deudas ya contraídas y exigía a la Unión Europea la emisión de unos "eurobonos" que sirvieran para financiar unos gastos impagables con impuestos a tipos de interés eternamente inferiores a los que los inversores exigirían al gobierno español.

Si la conducta de la casta política que domina a un pueblo fuera la exacta traslación de la generalizada o dominante en una sociedad determinada, me atrevería a decir que la mayoría de los españoles se debate entre los polos opuestos de esa esquizofrenia: el seny y la rauxa, que caracterizarían, según el tópico, el comportamiento de los catalanes.

Un columnista perspicaz resumió hace tiempo la situación: Muchos españoles piensan como cubanos (de la isla-cárcel, se entiende), pero quieren vivir como norteamericanos. El sentido común y cierta racionalidad que están obviamente presentes en las vidas de muchos individuos coexisten con el dislate, el exceso o la miopía intelectual más temeraria cuando opinan sobre asuntos colectivos. La propia dimensión de las decisiones que deban ser colectivas no parece encontrar límites para numerosas personas, adocenadas durante años para aceptar intromisiones intolerables del gobierno en la libertad de los individuos. El sorprendente buen resultado electoral del PSOE en las elecciones generales –si debiera colegirse una relación proporcional entre los daños causados por su gestión y el batacazo que merecerían–, así como su influencia en el discurso del partido que ha recogido los frutos de su desgaste, demuestran hasta qué punto los ideólogos de ese partido han programado las mentes de muchos individuos con sus machacona y omnipresente propaganda. Aunque puede palparse en la sociedad española la consciencia de padecer muchos males, ésta no va acompañada de una identificación acertada de los mismos y los remedios necesarios para atajarlos.

Llama la atención en estas fechas navideñas que los temarios de oposiciones para ingresar en las administraciones públicas encuentren un hueco entre los libros más publicitados –y tal vez más vendidos– de las grandes librerías. No parece haber calado entre sectores mayoritarios de la población la necesidad de reducir drásticamente las funciones de los gobiernos y –por ende– de los empleados públicos. Todavía existe la creencia bastante extendida de que los gobiernos "crean" puestos de trabajo y de que ese gasto no conlleva necesariamente destrucción de riqueza generada en la sociedad.

Sin embargo, puede que la irresponsabilidad tenga sus días contados y quede descubierta a los ojos de la mayoría. Tal vez una suspensión de pagos tan grave como la protagonizada por el gobierno de Cataluña sirva para tomar plena conciencia de la auténtica dimensión de los problemas planteados y no demorar por más tiempo las medidas necesarias para paliarlos. Dentro de este contexto, acaso los gobernantes de los distintos ámbitos administrativos: central, autonómico y municipal lleguen a la convicción de que deben liquidarse departamentos y empresas públicas enteros ocupados por empleados públicos. Parece evidente que no será suficiente reducir servicios sin precisar, recortar los salarios de los empleados públicos y enajenar empresas públicas, como apunta Mas. Si los gobiernos no ajustan sus plantillas a sus ingresos reales, como han tenido que hacer de forma dramática las empresas privadas con los perjuicios inducidos por la dualidad del mercado de trabajo, se presentarán suspensiones de pagos mucho más difíciles de afrontar.

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