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Estado de derecho y democracia en Cataluña

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El intento de secesión en Cataluña ha sido útil al menos para difundir que el Estado de derecho tiene más prevalencia que la democracia.

La posición en que se han situado los gobiernos central y catalán ha hecho inevitable que la estrategia del primero haya sido la defensa del Estado de derecho y la del segundo hacer valer una votación democrática.

Hasta ahora los dos conceptos solían ir asociados en las declaraciones políticas. Incluso el gobierno central todavía en septiembre argumentaba en su defensa con la democracia en lugar del Estado de derecho. Pero finalmente ha quedado claro que son distintos, sobre todo por la alusión constante de los no independentistas al Estado de derecho. Efectivamente, como vemos en Venezuela, un gobierno aparentemente democrático puede no respetar el Estado de derecho, y una monarquía absoluta puede aplicar escrupulosamente el Estado de derecho, como nos recuerda la anécdota del molino mantenido en su lugar a pesar de molestar la vista desde el palacio de Federico II.

Una idea política en principio deseable como la democracia sólo es positiva si encaja en el Estado de derecho. La democracia no puede ser un poder absoluto: debe estar sujeta a un acuerdo más amplio de principios comunes, plasmados por ejemplo en una constitución. Pero para evitar lo que Jefferson llamó “despotismo electivo”, estos principios comunes deben además respaldar los derechos individuales. Este razonamiento coincide con el pensamiento liberal, y a la inversa, su grado de incumplimiento permite detectar cómo de perniciosa es una oposición populista o un régimen autoritario. La calidad democrática tiene más que ver con su respeto al Estado de derecho que con la cantidad de temas sometidos a votación.

Hayek es especialmente útil para entender que ese respaldo a los derechos individuales, aplicado a todos los ciudadanos por igual, es precisamente el Estado de derecho. Cabría pensar que deberían enumerarse esos derechos individuales, entre los que estarían la propiedad privada, la moral personal o la libertad de expresión, pero en cambio es preferible no detallarlos por extensión, para facilitar la defensa de la esfera privada ante amenazas todavía no previstas. La novena enmienda a la Constitución de los Estados Unidos avala esta indefinición, que enlaza bien con la idea de libertad de Cicerón entendida como el no verse forzado a hacer lo que las leyes no obligan a hacer.

Por el contrario, hay que denunciar la inclusión de la justicia social entre los derechos individuales. Aquí la mejor ayuda proviene de Isaiah Berlin distinguiendo entre libertad positiva y negativa. La libertad positiva como capacidad de acción debe complementarse con la negativa, más determinante, que evita la coacción. Ésta ni siquiera es deseable para conseguir justicia social: eso supondría afectar los derechos individuales de otros ciudadanos. El Estado de derecho debe amparar a los ciudadanos protegiéndolos especialmente  del poder del Estado.

El Estado de derecho o libertad bajo el imperio de la ley (rule of law) es inseparable de la separación de poderes, ya que el fin último del control mutuo entre los tres es precisamente garantizar los derechos individuales. Por la misma razón, las leyes creadas en un Estado de derecho deben cumplir características como asegurar que su aplicación tendrá un resultado previsible y no arbitrario, que sean generales y no hechas a medida para casos particulares o no ser aplicadas retroactivamente. A pesar de lo evidente que parecen estas virtudes, no es difícil encontrar casos de leyes cercanas que no las cumplen.

La contraposición entre Estado de derecho y democracia muestra también de qué forma el primero puede perder calidad, cuáles son sus amenazas. Poner la justicia social por delante de la libertad permite movilizar votantes, y esta demagogia empobrece el Estado de derecho en un proceso continuo difícil de invertir.

En el caso del intento independentista catalán, era inevitable que la respuesta del gobierno central se basara en defender el Estado de derecho, y para ello ha tenido que repetir insistentemente este mensaje en todos los grandes medios. Es una rara ocasión en que un principio liberal ha sido divulgado ampliamente por los principales medios de comunicación, y por supuesto, con semejante apoyo ha tenido éxito. De esta forma, muchos ciudadanos hacen ya suya la prevalencia del Estado de derecho sobre la democracia. Ante cualquier titubeo basta aludir a la democracia venezolana, y ahora no hay que explicar que su peor defecto es no respetar el Estado de derecho. En dos meses ha pasado a ser un axioma asumido por gran parte de la población.

Esto supone un paso de gigante en una cultura socialdemócrata como la nuestra, y tiene interesantes consecuencias, de momento sólo en el plano de las ideas: para empezar, ahora es más difícil argumentar que todo lo que salga de un parlamento democrático es válido; asimismo, para aplicar una justicia distributiva por encima de la libertad es necesaria cierta arbitrariedad, lo que va en contra de un Estado de derecho de calidad; las subvenciones también requieren esta arbitrariedad; la separación de poderes es indispensable en un Estado de derecho, y su razón de ser es la defensa de los derechos individuales, cuya mayor amenaza es el Estado.

Otro punto interesante una vez se define y valora adecuadamente el Estado de derecho es comprender la imperfección de ciertas leyes: la ley que acaba de permitir variar la sede social de las empresas sin convocar una junta de accionistas ha sido una ley particular construida para un banco concreto, no una ley general como deben ser las de un Estado de derecho de calidad; la ley que impidió la compra de una gran eléctrica española desde Alemania y facilitó hacerlo desde Italia sufre el mismo defecto; la ley de violencia de género lucha contra un problema que todos queremos resolver, pero sin garantizar la igualdad de los ciudadanos ante la ley; qué decir de leyes de seguridad en cuanto a respeto de derechos individuales. La aceptación de la idea de prevalencia del Estado de derecho sobre la democracia no las resuelve, pero desde luego hace mucho más sencillo divulgar este tipo de carencias.

Quedaría otro gran salto por dar: excluir la justicia social de entre los derechos individuales, y asociar al Estado como el origen de los mayores desafíos a los derechos individuales genuinos. Pero eso queda para otra carambola en la que se orqueste una gran campaña mediática coincidente con el pensamiento liberal. Escojamos una silla cómoda.

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