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Francisco de Miranda y la memoria histórica

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Ojalá que la historia de la Guerra Civil y el posterior régimen de Franco supere tanto el maniqueísmo de los primeros testimonios como ese revisionismo absoluto de los fanáticos de la memoria histórica.

El pasado mes de julio se cumplieron doscientos años de la muerte del prócer de la Emancipación americana Francisco de Miranda, un ilustre político, militar, escritor y diplomático hispano-venezolano (su padre procedía del Valle de La Orotava, en Tenerife, y su madre también era de familia canaria) nacido en Caracas (1750) y muerto en el penal de San Fernando (Cádiz, 1816) por una crisis cerebro-vascular. Fue enterrado en una fosa común, de manera que no se pudieron trasladar sus restos cuando a finales del siglo XIX le erigieron un cenotafio en el Panteón Nacional de Venezuela (junto a Bolívar, Sucre o Andrés Bello).

Miranda es un personaje fascinante por su poliédrica actividad junto a un menor reconocimiento histórico, ya en vida. Como militar del ejército español participó en las batallas de Melilla (1774) y Argel (1775), así como en la Expedición a Pensacola (1781) y la capitulación inglesa de las Bahamas (1782) en apoyo de los independentistas norteamericanos. Sin embargo, su relación con la Corona pasó de la sospecha a una cierta persecución, que le llevó a desplazarse a los Estados Unidos (1783): allí conoció a George Washington o Samuel Adams, viajando luego a Inglaterra y otros varios países europeos (Bélgica, Alemania, Prusia, Polonia, Austria y Rusia). Hombre de recursos y buenos contactos, desarrolló una actividad política y militar independiente durante la Revolución Francesa (alcanzó el grado de mariscal en la Batalla de Valmy, 1792, y su apellido está inscrito en el Arco del Triunfo de París); aunque perseguido por Robespierre durante el Terror, escapó a Inglaterra en 1798.

Estando en Londres a comienzos del siglo XIX concibió un “Proyecto de Constitución para las Colonias Hispanoamericanas”, siendo precursor de los movimientos independentistas. En 1806 lo encontramos en la costa de Haití en un fallido intento de sublevar a la población venezolana; poco después, tras recibir en su casa londinense a Simón Bolívar en 1810, viaja de nuevo a Caracas donde participará en los levantamientos de su tierra natal. Allí firmó el Acta de Declaración de Independencia de Venezuela (1811), siendo nombrado general; pero su protagonismo en aquel momento fue breve y contradictorio: apresado por Bolívar después de haber firmado la capitulación de San Mateo con un ejército realista (1812), fue entregado a los españoles que le llevarían al penal de San Fernando.

Escritor prolífico, nos ha dejado una interesante correspondencia que ilustra la abundante historiografía disponible sobre su pensamiento, participación y desavenencias con el primer independentismo bolivariano. Recientemente, la Casa de América en Madrid celebraba su Bicentenario con la Exposición: Francisco de Miranda y la doctrina de la libertad en el mundo atlántico, que ha inspirado estas líneas con ese otro motivo de la memoria histórica (que enseguida explicaré). Junto a un pequeño catálogo de su biografía, lecturas y actividad política, se organizó un ciclo de conferencias en torno a ese “intelectual prestado para el mundo militar” a la vez que “novelista prestado a la aventura”, como lo definió Juan Carlos Chirinos.

Particularmente interesante fue el diálogo entre los historiadores Manuel Lucena Giraldo (autor de Francisco de Miranda y la aventura de la política) y Juan Carlos Chirinos (quien además de editar los Diarios de nuestro personaje, ha publicado también la biografía Miranda, el nómada sentimental). Lo tienen disponible en la web de la Casa de América, junto a varias entrevistas con los participantes.

Pues bien, allí escuché al profesor Lucena decir que “la verdad existe, es la del historiador” al tiempo que en Madrid seguimos embrollados con una desafortunada Ley de la Memoria Histórica, otro legado funesto del presidente Zapatero (mantenida por el gobierno de Rajoy) que ha servido para desenterrar los demonios de nuestra Guerra Civil (y los huesos de sus víctimas) en forma de cambio de nombres de calles o eliminación de estatuas y placas conmemorativas. Hace poco escribía Ignacio Ruiz-Quintano en el diario ABC, comparándonos con la política histórica de otros países europeos, que “España tiene su propia ley de Memoria Histórica, en virtud de la cual por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas, sin más propósito que hacer que las nuevas generaciones interioricen que oponerse a la izquierda, en general, es delito, y resistirse al comunismo, en particular, un crimen de lesa humanidad”. En medio de toda esta confusión, resulta esperanzador confiar con Manuel Lucena en el trabajo de los historiadores, a partir de “fuentes verificables, testimonios, que se encuentran en archivos y bibliotecas”, como una “aspiración a la verdad”.

A lo que añado otra entrevista grabada en la misma Casa de América con el periodista José María González Ochoa, que me llamó la atención por su título: “la historia inmediata la escriben los vencedores, la historia global no”. Aunque anterior, y referida a la época de la Conquista de América, me hizo reflexionar en torno a esa obsesión que todavía tenemos en España respecto a la revisión histórica del franquismo: pienso que podemos aprender mucho de la historiografía colonial. Los americanistas nos han enseñado a valorar cabalmente el papel de las crónicas de conquistadores y gobernantes españoles que, con el paso del tiempo y tras un ejercicio comparativo con otros testimonios indígenas, permite elaborar un juicio cada vez más certero sobre lo que verdaderamente ocurrió. Ojalá que la historia de la Guerra Civil y el posterior régimen de Franco supere tanto el maniqueísmo de los primeros testimonios (una “historia de vencedores”) como ese revisionismo absoluto que persiguen los fanáticos de la memoria histórica.

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