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Gastando lo indefendible

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¿Somos conscientes del increíble montante que llega a gastar el Estado cada año a expensas de los ciudadanos y de la economía productiva?¿Hasta qué punto los progresistas son conscientes de que el gasto público excede con creces la cuantía necesaria para garantizar los servicios básicos a toda la población?¿Se dan cuenta de que muchas políticas de gasto no tienen absolutamente nada que ver con la asistencia a los más desfavorecidos y la igualdad de oportunidades?¿Saben que los efectos redistributivos del gasto público son prácticamente nulos y que este intervencionismo galopante inhibe la creación de riqueza y en buena medida se ceba en los más pobres

El presupuesto del Estado central español para 2006, incluyendo las cotizaciones sociales, las transferencias a otras administraciones y la deuda pública, asciende a 301.488.420.680 euros. En total el sector público español gestiona el 40% de la riqueza nacional, además de regular el conjunto de la economía. Sanidad, educación, vivienda e infraestructuras ni siquiera representan un 7% del gasto público. Aun añadiendo las partidas de defensa, seguridad ciudadana y justicia, no alcanzamos el 12% del presupuesto del Estado. Si sumamos las pensiones, el mayor capítulo de todos, llegamos al 39,9%. Todavía nos falta un 60%… El Gobierno de Estados Unidos, que algunos ingenuamente asocian al liberalismo, destina a las categorías de justicia, seguridad, defensa nacional, educación, carreteras, protección ambiental y Reserva Federal cerca de un 40% del gasto público. También nos falta un 60%… ¿Cómo puede justificarse, incluso desde posiciones rawlsianas o de tercera vía, semejante cuadro de expolio y despilfarro?¿Qué tiene que ver la cultura y el deporte con la justicia social y la ayuda a los necesitados?¿O la agricultura y el turismo?¿O las subvenciones al transporte y la regulación de la industria y la energía? Sólo desde el desconocimiento o el estatismo más acérrimo puede defenderse un Estado como el que padecemos en la actualidad, no digamos uno de mayores proporciones. Los ciudadanos no siente la necesidad de rebelarse porque sólo tiene en cuenta lo que palpan y lo que ven: la ingente riqueza que esa fracción libre del mercado consigue producir. Las cosas no van tan mal vistas desde esta miope perspectiva, pero es como si el prisionero se complaciera con la comida que le traen cada día sin reparar en lo bien que comería si le dejaran salir de la mazmorra. No se trata de considerar únicamente la prosperidad de que gozamos, también hay que sopesar la prosperidad sacrificada en el altar del Estado del Bienestar. Es una prosperidad no materializada, en cierto sentido invisible, pero su pérdida no por ello es menos real.

Los que defienden este volumen de gasto público apelando a la redistribución de la renta entre ricos y pobres aluden a un Estado idealizado que responde a sus deseos, no a la estructura de incentivos a la que están sometidos legisladores, burócratas y votantes en el mundo real. El Estado de sus sueños redistribuye la riqueza y ayuda a los más pobres, pero al Estado real los más pobres le importan muy poco, y la riqueza la redistribuye horizontalmente para satisfacer a unos grupos en detrimento de otros. En Francia el 30% más pobre recibe el 35% de las prestaciones sociales, el 30% más rico el 25%, y el 40% del medio recibe el 40% de las prestaciones. En Alemania el 30% más pobre recibe el 32% de las prestaciones, el 30% más rico recibe el 31% de las prestaciones, y el 40% del medio recibe el 37%. El caso de Italia es aún más ilustrativo: el 30% más pobre recibe el 20% de las prestaciones, mientras que el 30% más rico recibe el 35%; el restante 45% es para el 40% del medio. Es decir, no sólo los pobres no reciben más que los que no son tan pobres, sino que a veces incluso reciben menos que los ricos. Si a esto añadimos que numerosas Haciendas Públicas casi recaudan lo mismo en concepto de imposición indirecta (regresiva, acostumbra a penalizar a las rentas más bajas) que en concepto de imposición directa (progresiva, penaliza a las rentas más altas), ¿de qué redistribución estamos hablando?

David Friedman caricaturiza el proceso de redistribución estatal de una forma muy gráfica: cien personas se sientan en círculo, cada uno con los bolsillos repletos de dólares. Un político recorre el círculo tomando a su paso un dólar de cada uno. A nadie le importa, ¿a quién le importa un simple dólar? Cuando ha dado la vuelta completa deposita 50 dólares en la mano de uno de los presentes, que se regocija de felicidad ante ese inesperado regalo. Luego el político vuelve a repetir el proceso dejando cada vez 50 dólares en las manos de un individuo distinto. Al final, después de 100 vueltas, todos son 100 dólares más pobres, 50 dólares más ricos, y felices.

El coste de una prestación, como viene a decir la analogía de Friedman, se reparte entre todos los contribuyentes, mientras que los beneficios los disfruta en exclusividad el receptor de dicha prestación. Así, los individuos tienden a despreciar los costes de que otros reclamen ayudas y prestaciones (pues se reparten entre todos los contribuyentes) y al mismo tiempo tienden a codiciar las prebendas estatales (cuyos beneficios recoge en exclusividad el agraciado). El resultado: todos se lanzan a pedir prestaciones y el gasto público se dispara. Al final los subsidios se generalizan hasta tal extremo que mucha de la gente que creía beneficiarse acaba pagando más de lo que obtiene. En este contexto, en palabras de Arnold Kling: “se supone que el Estado del Bienestar redistribuye los ingresos y reduce la pobreza. De hecho, pienso que lo que hace el Estado del Bienestar es redistribuir la pobreza y reducir los ingresos. Como dijo Karl Kraus refiriéndose al psicoanálisis, el Estado del Bienestar es la enfermedad que éste pretende curar.”

El gasto público ha alcanzado cotas delirantes, y la redistribución horizontal de la renta deja, si cabe, aún más en evidencia a los apologistas del statu quo. Es posible que la situación no degenere pasado cierto punto: si bien todo Estado alberga en su seno un Estado absoluto y tiende a expandirse, tampoco beneficiaría a la casta burocrática matar a la gallina de los huevos de oro. En cualquier caso, aunque llegue a prevalecer un equilibrio entre opresión y libertad como el que padecemos en la actualidad, no hay motivo para congratularse y tolerar la intervención masiva del Estado. No tenemos por qué soportar el expolio y la mengua de oportunidades como precio por una parcela de libertad.

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