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Kleftes, armatores, anarcocapitalistas y liberales

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Si hay algo que me asombra de Red Liberal es la fuerza y virulencia a la que llegan las disputas entre liberales clásicos y anarcocapitalistas. No dudo que son, sobre todo, debidas a la distancia que imponen las comunicaciones electrónicas; está bien estudiado que el lenguaje escrito tiende a parecer más agresivo: las mismas palabras acompañadas de un cierto tono de voz o de ciertos gestos en la cara nos parecerán mucho menos graves. Razón por la que hay ciertas cosas que es mejor no decir por correo electrónico, pues aumentamos el riesgo de que se nos malinterprete.

Pero me estoy desviando un pelín. La sorpresa viene porque disputas tan etéreas puedan llegar a ser tan enconadas. Unos piensan que el Estado es el mal absoluto y, por tanto, los liberales que no optan por destruirlo no son auténticos liberales. Jesús Huerta de Soto ha llegado a concluir que él no es liberal, sino anarcocapitalista, y que los liberales clásicos son utópicos porque se creen que puede existir un Estado mínimo y que no crezca. Los liberales tradicionales consideran que es precisamente el Estado el que garantiza que podamos tener ciertas libertades, si bien éstas nunca puedan ser completas precisamente por la existencia de ese monopolio de la coacción, y que la lucha debe ir encaminada a desembarazar al monstruo de todas aquellas funciones que dañan nuestras libertades sin aportarles nada. Así, los anarcos harían daño a la causa asustando a la gente que podría ver en el liberalismo una opción interesante pero sale huyendo ante una propuesta tan radical y poco realista.

A unos y otros me gustaría contarles una historia de tantas. En la Grecia bajo el control otomano, en regiones montañosas como Rumelia, la autoridad del Estado no tenía una presencia muy notable que digamos. La autoridad era principalmente local y ejercida por patriarcas. Grupos de bandidos llamados kleftes robaban a viajeros desarmados, se apostaban en los desfiladeros para atacarlos y en ocasiones atacaban directamente a las aldeas. Los campesinos les tenían tanto miedo como a los representantes del Estado.

Alí Pasha, que no era precisamente un gobernante tonto, decidió conceder la amnistía a los bandidos más exitosos para que formaran armatores, o bandas paramilitares que reprimían el delito en su zona de la montaña, bajo el mando de un kapitanos. Esto no dejaba de ser un reconocimiento a una labor exitosa como bandido. Los más conocidos fueron Georgios Karaiskakis, Nikita Stamatelopoulos, Theodoros Kolokotronis y Odysseas Androutsos, que más tarde lucharían en la guerra de independencia de Grecia.

En Occidente, donde la barrera entre Estado y delito está firmemente establecida, resulta en ocasiones difícil ver el parecido que puede tener el primero con una mera banda de delincuentes exitosa. Pero así es como siempre surge un Estado; siendo el monopolio de la coacción, es natural que sean los profesionales de la violencia quienes lo establezcan. Razón de más, dirán los anarquistas, para negarle legitimidad moral. Razón de más, dirán los liberales clásicos, para considerar que resulta ingenuo esperar que el anarcocapitalismo funcione; siempre habrá una banda especialmente exitosa en el negocio de la protección. Y ambos tendrán toda la razón.

El Estado tiende a crecer, de modo que resulta ingenuo, o utópico en palabras de Huerta de Soto, pensar que puede mantenerse a éste con las funciones mínimas imprescindibles. Sin embargo, el anarcocapitalismo también tiende a crear estados; por más que las agencias de seguridad, en general, puedan no convertirse en monopólicas, basta un breve periodo en un lugar concreto para que así ocurra. Aunque a largo plazo los monopolios en un mercado libre sean insostenibles, siempre y cuando exista demanda suficiente para el bien que comercializan, a corto sí que pueden mantenerse, y eso es todo lo que necesita una agencia para convertirse en Estado y prevenir la competencia futura. Otras agencias podrán intentar revertirlo, pero ese proceso sólo tendría un nombre conocido: guerra.

Entonces, si ningún objetivo es viable, ¿por qué esforzarse? Simplemente porque ningún sistema político es estable, y el que nuestros sistemas ideales tampoco lo sean no debería llevarnos a abandonar, porque son más deseables que la situación actual. Y el camino que lleva hacia ellas es compartido, y resulta improbable que en nuestras vidas lleguemos al punto en que las diferencias entre liberales clásicos y anarcocapitalistas tengan importancia más allá de la académica. Claro que quizá sea precisamente eso lo que hace tan enconados estos debates para algunos, que les importa más el mundo de las ideas puras que el mundo real y las libertades que nos faltan. Discúlpenme si a mí no.

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