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La búsqueda de la felicidad

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Libertad, igualdad y fraternidad fueron los retos que se marcaron hace unos doscientos años los revolucionarios franceses. En ese tiempo se ha podido contemplar lo difícil que resulta establecer igualdades y fraternidades desde el gobierno. Pues se da por descontado que esos tres retos consistían en órdenes que el pueblo daba a sus dirigentes para que hicieran algo que cambiase su situación.

Sin embargo, poco antes, al otro lado del Atlántico, otra revolución había acuñado tres conceptos diferentes: Vida, libertad y la búsqueda de la felicidad. O, como decía uno de sus símbolos: ¡No Me Pisotees!

Agobiados ambos pueblos por gobiernos tiránicos, llegaron a conclusiones algo divergentes. En Francia, estaban hartos de ver como una pandilla de aristócratas aprovechados se pegaba la gran vida mientras el pueblo malvivía, por eso pusieron el énfasis en acabar con las desigualdades. En las Trece Colonias, en cambio, lo que les fastidiaba era que las intrigas en una corte al otro lado del Mar Océano les estaban impidiendo vivir a su manera, así que pusieron el énfasis en eso del déjame en paz.

En el país vecino, trataron de conseguir un gobierno lo suficientemente ilustrado y grande como para dirigir la sociedad hacia esa igualdad y fraternidad, respetando, en la medida de lo posible, las libertades.

En los Estados Unidos, en cambio, querían un gobierno suficientemente fuerte como para impedir que el vecino se metiera con la vida de uno pero no tan fuerte como para que el mismísimo gobierno hiciese lo propio.

Con el paso del tiempo, estos ideales han ido mezclándose con otros y con las necesidades del momento para determinar el rumbo de estas dos naciones. Pero la diferencia sigue ahí y sigue atrayendo a gentes con diferentes visiones de la vida.

¿Se lo ha planteado alguna vez? Imagínese que es usted más bien pobre y tiene la posibilidad de elegir entre estas dos alternativas. Puede vivir en un país donde los demás son tan pobres como usted y donde tratarán de asegurarse de que la prosperidad de usted vaya aparejada a la de los demás. La otra posibilidad consistiría en vivir en un país donde habrá con seguridad mucha gente mucho más rica que usted y donde la prosperidad de usted esté en sus propias manos.

En principio, si usted no está muy convencido de poder alcanzar un nivel de bienestar por sus propios medios o si le resulta insufrible ver como otros le adelantan, elegirá el primer país. Si, en cambio, prefiere usted ganarse el pan con su propio esfuerzo aunque eso signifique contemplar como otros se ponen las botas, elegirá el segundo.

El segundo país, mientras se mantenga fiel a estos ideales, dejará sus puertas abiertas de par en par, sabedor de que solamente atrae a aquellos que están deseosos de esforzarse porque sólo así prosperarán. Poco les importará a los autóctonos que la piel de los recién llegados sea de un color exótico o que sean un atajo de hambrientos harapientos. No harán el más mínimo esfuerzo por obligarles a adoptar el idioma o la religión local. No se meterán con ellos, simplemente les dejarán el camino expedito para prosperar. Y aquellos verán que, para conseguirlo, la mejor forma será mediante las relaciones mutuamente beneficiosas.

Pero en un país donde se adopten los ideales igualitarios, la inmigración será un peligro constante pues no habrá forma de saber quien entra impelido por el único deseo de aprovecharse de la beneficencia igualitarista. Es más, no por mucho tiempo permanecerán en ese país los creativos y los emprendedores al ver que o no puede llevar a cabo proyectos innovadores o que estos les son arrebatados para lanzarlos cual limosna al público en general. Tampoco fructificarán allí las iniciativas humanitarias pues la caridad será ya obligatoria y monopolizada. Después se hablará de fuga de cerebros, de deslocalización, de egoísmo, de perversos intereses económicos y de peligros extranjeros al tiempo que se pedirá protección para los que se quedan dentro.

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