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La Comisión Europea sale al rescate de la inteligencia artificial

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El poder político no garantiza ningún resultado, pero sí distrae recursos y, sobre todo, distorsiona el sistema de precios.

El 7 de diciembre del pasado 2018, aparecía el plan de la Comisión Europea dirigido a “fomentar el desarrollo y la utilización de la inteligencia artificial en Europa”. Tal y como se explica en el comunicado de prensa, la Comisión cree que su papel es esencial, ya que, en su opinión, “es fundamental reforzar la coordinación para que Europa se convierta en la región que dirija a nivel mundial la creación e implantación de una inteligencia artificial puntera, ética y segura” y para ello es necesario, según parece desprenderse de dicho plan, que sea la Comisión -políticos y burócratas- quien se encargue, desplegando toda una serie de actuaciones dirigidas a:

  1. Maximizar las inversiones en inteligencia artificial para tratar de alcanzar en la materia a países como Estados Unidos y China, para lo cual se pretende destinar, hasta finales de 2020, al menos 20.000 millones de euros de fondos nacionales, y superar esa cifra anualmente a lo largo de la década siguiente. A dichos importes hay que añadir, además, otros 1.500 millones de aquí a 2020 de la propia Comisión, que pretende invertir, desde 2021 a 2027, al menos otros 7.000 millones. Además, pretende realizar una serie de actividades conjuntas que incluyan, entre otras cosas: i) logar que los Estados miembros desarrollen sus propias estrategias nacionales; ii) la creación de una nueva asociación público-privada europea para la investigación e innovación en inteligencia artificial; iii) la creación de un nuevo fondo de expansión de la inteligencia artificial y la cadena de bloques y iv) el desarrollo y conexión de los centros de vanguardia mundial.
  2. La creación de espacios de datos europeos que permitan la conseguir bases de datos “grandes, sólidas y seguras”. Se pone como ejemplo, la intención de crear una base de datos común de la salud, “con escáneres anonimizados de heridas, donados por los pacientes, con el fin de mejorar los diagnósticos y tratamientos del cáncer con tecnología basada en la inteligencia artificial”.
  3. Fomentar el talento, las capacidades y el aprendizaje permanente apoyando las titulaciones avanzadas mediante becas específicas y la introducción de la inteligencia artificial en programas educativos de otras disciplinas “como el derecho”.
  4. Desarrollar una inteligencia artificial ética y de confianza, para lo cual ya se está trabajando “sobre las directrices éticas para el desarrollo y la utilización de la inteligencia artificial”, lo que ya se ha plasmado en un primer borrador aparecido el pasado 18 de diciembre.

Pues bien, con ello, como no se cansan de repetir los liberales, la Comisión está pasando por alto una serie de problemas importantes que surgen siempre que políticos y burócratas tratan de actuar como emprendedores, organizando no ya la vida, sino el rumbo de la iniciativa empresarial y de los recursos económicos y humanos disponibles. Esos problemas están estrechamente relacionados con el flujo de la información y con los incentivos que se crean. La cuestión es que, como siempre, que sea la Comisión quien intervenga no sólo no garantiza el éxito, sino que genera una serie de riesgos que pueden crear perturbaciones graves en el funcionamiento de la sociedad:

En primer lugar, y respecto de la “maximización de inversiones a través de asociaciones”, la Comisión pasa por alto los efectos que la financiación pública puede tener en varios frentes:

  • Distorsionando los precios de mercado e impidiendo determinar qué medios, de los utilizados/utilizables, crean o destruyen valor. Así, un aumento de la inversión pública en inteligencia artificial por encima de la cantidad socialmente deseada puede llevar, de hecho, no a un incremento en la cantidad de innovación en ese campo, sino a un aumento de su precio, al aumentar el salario de los científicos e ingenieros que se dedican a ello. Dado que la propia Comisión reconoce que “los países de la UE se enfrentan a un déficit de profesionales de la informática”, debería ser consciente de las probables consecuencias del aumento de la inversión en el sentido que decimos (oferta rígida del personal cualificado necesario lleva a un aumento de salario, pero no a un mayor desarrollo). De nada sirve que el aumento de la inversión se destine a iniciativas público-privadas si se trata de una inversión que no es la socialmente deseada.
  • Por otro lado, se producirá un efecto expulsión (crowding-out): en efecto, el dinero recaudado a través de los impuestos se detrae del sector privado, que no puede destinarlo a los proyectos de emprendimiento que considere adecuados, con los costes de oportunidad que ello puede suponer.
  • Pero es que, además, actuaciones de este tipo generan incentivos perversos, ya que fomentan la aparición de buscadores de renta estatales, así como de grupos de presión (normalmente formados por burócratas) que buscan proteger su posición y que en poco o nada ayudan a que se produzca innovación disruptiva que rompa con los viejos moldes con los que se está trabajando hasta la fecha.

En segundo lugar, y respecto de la “creación de espacios de datos europeos”, no entendemos por qué tiene que ser una iniciativa impuesta desde la Comisión, cuando las empresas privadas llevan décadas demostrando la capacidad que tienen para coordinarse y formar consorcios entre empresas del mismo sector o de distintos sectores para impulsar el desarrollo y la innovación. Resulta llamativo el ejemplo que pone la propia Comisión (“una base de datos común de la salud” para “mejorar los diagnósticos y tratamientos del cáncer” con tecnología basada en la inteligencia artificial), dado que existen ejemplos privados de empresa que ya lo están haciendo, como es el caso de los acuerdos alcanzados por IBM con el memorial Sloan Kettering Cancer Center, por ejemplo. ¿De verdad es necesario que intervenga la Comisión, con dinero y burócratas, para que clínicas, hospitales y pacientes estén dispuestos a compartir datos médicos que puedan llevar a crear una base de datos europea? ¿Es realmente la Comisión la más adecuada para determinar cómo deben ser esas bases de datos, qué información deben contener o cómo debe estar estructurada? ¿No deberían ser las propias empresas, y los profesionales que van a procesar esa información a través de la inteligencia artificial, quienes deberían definirla?

En tercer lugar, “fomentar el talento, las capacidades y el aprendizaje permanente”, de manera centralizada y desde el poder político, no deja de ser una utopía, sobre todo en materias como las que nos ocupan, en las que las innovaciones son constantes y en las que la experimentación descentralizada, también en cuestiones de educación, es esencial. Los problemas de información y de incentivos son aquí también de vital importancia, y el riesgo de que las decisiones o los criterios del poder político sean erróneos a la hora de determinar los programas educativos o los estudios o titulaciones que hay que fomentar, pueden suponer pérdidas de tiempo y de recursos realmente trascendentales para el propio objetivo fijado por la Comisión (colocar a Europa en la cabeza del desarrollo de la inteligencia artificial, alcanzando a países como China o Estados Unidos, que nos llevan bastante delantera). Como ya decíamos más arriba, esa financiación pública, también en materia de educación, puede generar la aparición de grupos de presión entre los burócratas, científicos o profesores ya establecidos, que se constituyan en buscadores de rentas, con lo que dificultan de nuevo la innovación disruptiva educativa necesaria para lograr los objetivos propuestos. De esa manera, como veíamos antes, puede no generarse una mayor educación de calidad, sino un aumento de los costes si no existen medios disponibles adecuados (profesorado suficiente, por ejemplo) para impartirla. Fomentar la educación en determinadas áreas desde el poder político no garantiza, además, los incentivos necesarios para que las personas más adecuadas y con mayores capacidades y motivación se beneficien de la misma, y, aunque lo consiguiesen, tampoco garantizaría que ese talento se vaya a quedar dentro de las fronteras europeas y no vaya a emigrar a otros países en los que el desarrollo de la inteligencia artificial se encuentra más avanzado. De nuevo, hacer las cosas con la fuerza bruta de que dispone el poder político no garantiza ningún resultado, pero sí distrae recursos y, sobre todo, distorsiona el sistema de precios y con él la información que fluye en la sociedad y crea incentivos perversos entre los agentes.

Por último, la pretendida creación “de un grupo de expertos europeos” que fijen las directrices éticas para el desarrollo y la utilización de la inteligencia artificial no deja de ser, una vez más, una injerencia que limita la libertad individual, pues trata de imponer a la gente, desde arriba, la forma de ser, comportarse y pensar, impidiendo que se den los cauces, en la sociedad civil, que permitan que esos procesos se desarrollen en el seno de la sociedad, entre ciudadanos libres.

No estaría de más analizar con más detalle los motivos reales que han llevado a las empresas europeas a no estar a la altura de países como China o Estados Unidos en cuestiones de inteligencia artificial. Pero eso será objeto de otro artículo.

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