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La corbata de Sebastián

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El Gobierno ha presentado, muy ufano, un plan de ahorro energético. El objetivo es utilizar menos energía; adoptar usos y comportamientos, dice el ministro, más «eficaces», en el sentido de que podamos hacer nuestra vida más o menos igual, pero utilizando menos energía. Poniéndose como ejemplo, se ha quitado la corbata para que su cuerpo no se atosigue con un aire acondicionado que apenas refresca el ambiente. Aunque la capacidad de Miguel Sebastián como líder de masas, capaz con su sola palabra de arrastrar a millones de españoles a su filosofía ahorradora, fuese irresistible, aunque su discurso nos llevase en manada a estudiarnos todo lo que el ministerio quiere que hagamos, el «plan de ahorro energético» de Sebastián está condenado al fracaso.

Porque lo característico de las sociedades progresivas es el uso creciente de energía. Utilizamos más energía, y sobre todo mejor. La energía puede clasificarse en grados de «calidad» en función de su nivel de entropía, es decir, de desorden. El calor es la forma más «degradada» o desordenada, y a medida que desciende su nivel de entropía (que se puede calibrar en cantidad de energía dividido entre la temperatura), a medida que vamos «purificando» la energía, transformándola en formas más ordenadas, como la electricidad o los rayos-x, da lugar a usos que son para nosotros más valiosos. O, más bien, nos abre la posibilidad de hacer usos de la energía a los que antes no podíamos acceder. Y cuanto más «pura» u ordenada es esa energía, más ineficaz es, en el sentido de que hemos tenido que despreciar una cantidad mayor de energía, acaso en forma de calor, en relación con la que utilizamos.

Tal como explican Peter W. Huber y Mark P. Mills en The Bottomless Well, a medida que hemos ido adoptando economías más ricas y complejas, hemos ido utilizando más y más energía y, sobre todo, de un orden mayor. Si en la economía primitiva las fuentes de energía principales eran el sol (en las cosechas), la leña y los animales, con alguna contribución de la que proporcionaban el viento y el caudal de los ríos, el carbón que se quemaba en la máquina de Watt supuso la utilización de un depósito de energía más concentrado y que pronto permitió la producción creciente de una nueva forma de energía (nueva para nuestros usos): la electricidad. El porcentaje de electricidad utilizada por las economías desarrolladas no ha dejado de crecer, y el valor asociado a esos usos lo ha hecho igualmente.

La única salvación debe de estar en la adopción de tecnologías más eficientes, que obtengan iguales o mejores resultados con mucha menos energía. Con la búsqueda permanente de la eficiencia podemos tener el mejor de los mundos: más servicios y más valiosos, con un consumo decreciente de energía. Sólo que no es eso en absoluto lo que ocurre. Como cuentan Huber y Mills, «para reducir el consumo de energía, una tecnología más eficiente tendría que tener más impacto en los mercados que reemplaza que en los nuevos mercados en que se infiltra»; es decir, que «las nuevas tecnologías, más eficientes, sustituyeran a las viejas más rápido que lo que tardamos nosotros en encontrarles nuevos usos».

Pero lo que ocurre es exactamente el contrario. Al igual que el paso, gracias a las nuevas tecnologías, de la producción artesanal y cara a la producción en masa y barata no reduce el mercado del producto que realiza esa transición, pese a la caída dramática en los precios, la introducción de tecnologías más eficientes permite infinidad de nuevos usos, antes imposibles o prohibitivos. Y su extensión a más y más mercados hace que, pese a la mejora en la eficiencia, el consumo de energía crezca, y no disminuya.

De modo que, o cambia nuestro Gobierno el curso de la historia o la corbata de Sebastián no va a servir de nada.

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