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La huida de lo público

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Existen demasiados mitos y tópicos sobre los servicios públicos que, en momentos como el actual, se convierten en barreras casi infranqueables incluso para personas razonablemente inteligentes. Lo cierto es que quien puede evita lo público. Si hay autopista como alternativa a un puerto de montaña o a una autovía o carretera nacional, quien puede paga para disfrutar el servicio que ésta proporciona. Si podemos permitírnoslo, enviamos a nuestros hijos a colegios privados, o en cualquier caso concertados, como opción más deseable frente a la oferta pública. Si está a nuestro alcance, preferimos contratar un seguro sanitario privado a tener que acudir a ambulatorios y hospitales públicos para casi cualquier dolencia. Y siempre, cuando podemos acogernos a alguna desgravación, deducción o mecanismo tributario menos gravoso, lo hacemos, buscamos quien nos asesore, y terminamos pagando menos impuestos. Lo público repele al ciudadano que tiene la posibilidad de escapar de sus deficiencias.

No es ninguna casualidad que lo público normalmente tienda a funcionar justo allí donde no es necesario. Si las políticas «sociales» van dirigidas a garantizar a determinadas capas de la población servicios considerados esenciales, todo ello bajo un pretexto igualitarista, lo que se consigue en realidad es que los más pobres reciban de la administración prestaciones de una calidad inferior a la que reciben los menos pobres.

Los vecinos de localidades y distritos más pudientes no necesitan que el Estado intervenga y redistribuya a su favor, ya que con su nivel de renta, sometidos a menores impuestos, podrían perfectamente disfrutar en el mercado de una calidad idéntica o muy superior por un menor coste. Tenderá a suceder que los centros públicos de estos barrios, por así decirlo acomodados, estén menos concurridos, ya que muchos de sus habitantes preferirán recibir una educación y una sanidad privadas. Es habitual que los firmes defensores de lo público cuenten sus inmejorables experiencias personales. No es casualidad que en su mayoría formen parte de esos grupos menos necesitados, que disfrutaron de las ventajas que gana lo público en un entorno pudiente donde la empresa privada le ha quitado de encima a muchos de sus potenciales usuarios (entre otras circunstancias).

Además de todo esto, lo público también resulta excesivamente oneroso, sin que con ello se logre mejorar la calidad de los servicios que provee. Supongamos que el gasto per cápita de las administraciones en sanidad ronde los 3000 euros anuales (aproximadamente es lo que sucede en España). Eso equivaldría a un desembolso de 250 euros mensuales por ciudadano. Sin embargo, en este mismo contexto de intervención, un seguro médico privado de calidad rondaría los 70 euros mensuales, es decir, 840 euros anuales. Parece evidente que el margen privado para extender sus prestaciones y garantizar mayor cobertura sin superar el coste en que incurren las administraciones, es bastante amplio.

Con la educación pública sucede algo similar. En España, el coste medio por alumno crece año tras año, y ha llegado a duplicarse en la última década. En un contexto estrictamente privado, si tenemos en cuenta que no todo el mundo va a la universidad ni realiza estudios superiores, y del mismo modo, la formación en una u otra materia varía ampliamente en su coste, los ciudadanos tendrían a su alcance educación privada a precios relativamente asumibles, plural y de calidad. El actual panorama de fracaso escolar y profunda descoordinación por el que atraviesa nuestro sistema educativo, que dirigen las administraciones y prestan directamente en mayor proporción que la empresa privada, no puede ser más pesimista a la vez que elocuente.

Pero es que además, ¿acaso no debería considerarse justo que el coste medio por habitante o alumno redundara en una calidad homogénea para todo el sistema? Es decir, ¿cómo explican los defensores de lo público que los más necesitados sean precisamente quienes peor servicio reciben? Lo cierto es que esos guetos nacen, se consolidan y enquistan precisamente por culpa del intervencionismo del Estado. La situación se entiende perfectamente cuando advertimos que cualquier individuo que logre progresivamente generar una renta creciente con la que bien podría recibir mejor sanidad y educación contratándolas con la empresa privada, se dará de bruces, entre otros artificios del Estado, contra la progresividad del sistema impositivo. Existe un umbral muy difícil de superar, y que impide que, a pesar de tener mayor renta, ésta permita a los individuos proveerse de servicios privados que sustituyan o complementen los que presta directamente la administración.

Como decía, resulta extraordinariamente sencillo presumir de lo público cuando uno ha vivido siempre en una zona de cierto nivel de renta, y los centros educativos y sanitarios se han ido ajustado a un inferior número de alumnos o pacientes, en contextos culturales mucho más previsibles y sosegados. Convivirán con colegios, institutos y hospitales privados, y la apariencia será de cierto equilibrio e «indudable» calidad y alternativa. El Estado de bienestar tiende a «funcionar» mejor justo donde no hace falta. Pretender lo contrario, atacando con cargo al presupuesto público exactamente las causas que han sido descritas, exigirá en cualquier caso que se produzca un ensanchamiento del abismo que el Estado abre entre ricos y pobres mediante impuestos, regulación y la bancarrota en que se encuentra nuestro actual sistema de seguridad social del que únicamente puede escaparse el ciudadano cuando ha alcanzado un elevado nivel de renta, por culpa, entre otras circunstancias, de la progresividad impositiva.

La cuestión será entonces dar con la manera de desmontar este injusto, costosísimo e ineficiente sistema de «malestar» sin que sean los más pobres quienes sufran doblemente las consecuencias de su existencia y derribo. Una posibilidad que evitaría dicha circunstancia sería que quien pagase sanidad y/o educación privada pudiera deducirse su coste en el impuesto sobre la renta. Así, la entrada de la empresa privada en estos sectores concretos sería perfectamente competitiva y proporcional al abandono de la pública que decidirían los ciudadanos a medida que su renta se fuera incrementando, y con ella, el poder para evitar lo público y huir de los servicios prestados por la administración (que, como ya se ha dicho, es una tendencia constatable dentro de las sociedades desarrolladas sometidas a la égida de un gran Estado).

Si surgen mercados educativo y sanitario lo suficientemente competitivos y asequibles para los ciudadanos, también los más pobres podrán permitirse escapar de lo público sin padecer los males de la progresividad fiscal. En un escenario donde cualquiera pudiera deducirse en el pago de sus impuestos el gasto privado soportado en educación y sanidad, crecería exponencialmente el número de personas que optasen por recibir dichos servicios en el mercado, y no de mano del Estado. En todo caso, los centros públicos, sanitarios y educativos, que aún existieran, verían tremendamente disminuido su coste, acorde con un menor número de pacientes, y de ese modo resultaría más asequible homogeneizar la prestación del servicio con independencia de la renta media o las circunstancias sociales y culturales de cada zona.

@JCHerran

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