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La humilde soberbia de los políticos

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Los políticos están convencidos de que si no asumen la función de regular las relaciones entre las personas, terminaríamos matándonos como bestias salvajes.

El pasado sábado por la noche participaron en un programa televisivo de debate y actualidad cuatro nuevos diputados españoles, representando a las mayores formaciones políticas presentes en el Congreso de los Diputados: PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos. El representante del Partido Popular, aunque seguramente podría haber sido cualquiera de los otros tres, dijo que la política es una profesión buena porque se trata de “regular la convivencia de los ciudadanos de forma pacífica”. Ninguno le discutió ese punto.

La inmensa mayoría de los políticos, con independencia de su ideología y partido concreto, comparten esa opinión. Consideran que su trabajo es regular cómo nos relacionamos las personas entre nosotras. Están convencidos de que si ellos, u otros, no asumen esa función, terminaríamos matándonos unos a otros como bestias salvajes insaciables. No conciben que los seres humanos sean capaces de convivir, o al menos coexistir, sin unos guías que les tutelen y les marquen el camino como a niños de preescolar.

Ese convencimiento tampoco ha de resultar extraño. Esa absoluta necesidad de que se regule la convivencia no es una idea tan sólo de los políticos. La comparten muchas personas, y es un mensaje que se repite con frecuencia desde muchos medios de comunicación o en el ámbito académico. No se puede pretender que un político no se crea que está ahí para dirigir al resto de los seres humanos si desde la sociedad se alimenta esa fantasía con insistencia.

Quienes confiamos en la libertad individual frente a la regulación impuesta desde el poder político solemos referirnos a la “fatal arrogancia” de los “socialistas de todos los partidos” (tomando dos célebres expresiones de Hayek). Sin embargo, en muchos casos ni tan siquiera existe dicha arrogancia de creerse más listos que los demás ciudadanos y, por lo tanto, con el derecho a dirigirlos. En numerosas ocasiones se consideran sinceramente “servidores públicos” que escuchan a expertos que les dicen qué hacer por el bien del pueblo antes de tomar sus decisiones (o ejecutar las que otros toman por ellos). Quienes se ven a sí mismos de esa manera son modestos en lo que se refiere a su inteligencia y capacidades, pero viven convencidos de la tremenda bondad de sus fines.

La fatal arrogancia de quien se cree más inteligente que el resto no es el mayor pecado de los políticos (con independencia de su ideología, honradez y otros elementos). Su mayor pecado es lo que podríamos llamar la “humilde soberbia”, la del que está convencido de que vive entregado al bien de los demás aunque el resultado sea el contrario. Incluso muchos de los que critican a los “viejos políticos” lo que atacan es que hayan traicionado esa bondad a la hora de dirigir a los demás.

Tampoco ellos conciben una sociedad donde el orden espontáneo producto de la libertad individual sea el fundamento de la convivencia. Es más, entre los que defienden la “nueva política” ese ansia dirigista aumenta en muchos casos a niveles extremos. En España ocurre con Podemos, pero en otros países sucede lo mismo con populismos de todo tipo y color.

Solemos criticar a los políticos dirigistas por su arrogancia y prepotencia, pero esa idea sólo funciona cuando estos no se presentan como alguien “que sale del pueblo” o viene “de los de abajo” o “el 99%”. Esa crítica no ayuda especialmente a la causa de la libertad. De hecho, puede ayudar a los que quieren restringirla desde unas siglas distintas a quienes lo hacen ahora. Más importante es destacar que, por buenas intenciones que se tengan y por muy modesto que se sea, tratar de regular una cantidad creciente de aspectos de la vida de los seres humanos suele llevar al desastre.

Fue precisamente un político, el tercer presidente de EEUU, el que lo expresó de forma muy gráfica hace ya muchísimas décadas. Las palabras de Thomas Jefferson son:

Algunas veces se dice que no se le puede confiar al hombre el gobierno de sí mismo. ¿Puede, entonces, confiársele el gobierno de los demás? ¿O hemos encontrado acaso ángeles que asumen la forma de reyes para gobernarlo?

Cambien ese “reyes” por “diputados”, “ministros” o “presidentes” y la cita mantiene toda su validez.

2 Comentarios

  1. ¡Arrea! Toda la vida pensando
    ¡Arrea! Toda la vida pensando que la convivencia pacífica dependía del carácter de los individuos, de instituciones como la familia, la escuela, la iglesia..donde desarrollar la empatía, el respeto, la responsabilidad, la colaboración… deporte, voluntariado, debate… y sentido del humor. Libertad, contratos y justicia para cumplirlos, o no, ordenadamente. Una cultura del reconocimiento del otro, del esfuerzo, del valor de las personas y sus logros. «Colaborar es mejor opción que imponer» en los dinteles.
    Y resulta que la política, la imposición ideológica, por ley, sobre todos, era la respuesta.
    Tranquilos todos en Cataluña que la convivencia pacífica está regulada y garantizada por sus políticos.


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