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La importancia de la planificación

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El hombre se distingue de los animales porque, entre otras muchas cosas, planifica. Prevé sus diversas necesidades y actúa en consecuencia ajustándose a un plan más o menos detallado de antemano. Dadas las limitaciones de predicción de los seres humanos, no pocas veces se han de cambiar los planes y ajustarse a la nueva realidad circundante. Otras, se ha de empezar casi de cero. El hombre planifica constantemente en su ámbito de actuación.

Cuanto mejor planifica una persona menos probable es que se vea inerme ante imprevistos o situaciones adversas. Esto no significa que no haya bastantes aspectos de la vida que sean imposibles de controlar pues vivimos en un mundo esencialmente impredecible. Pero el anticiparse a los acontecimientos racionalmente según la experiencia pasada y conforme al diseño futuro de cada uno permite una mejor adaptación al entorno social.

Es cierto que existen personas que, por los motivos que sean, no planifican su vida. En estos casos suele suceder que se la planifican los demás y sus circunstancias externas. El que no sabe a dónde va suele acabar donde no quiere estar. Vivir sin una planificación básica de la vida es como ir en un barco a la deriva. A la mayoría de los humanos ese escenario le repele.

Si vamos un escalón más arriba, hallamos los planes de negocio, las estrategias de inversión y las planificaciones empresariales que son incesantes y cambiantes por la misma naturaleza dinámica del mercado. Son cruciales para la sociedad porque el efecto combinado de voluntades llega mucho más lejos que el de una sola persona. Por lo demás, no es lo mismo equiparar la empresa privada con la pública. Ambas trazan sus propios planes pero nacen y se mueven por motivaciones diferentes. La privada se crea mediante la aportación voluntaria de recursos de sus socios y se autorregula porque opera en competencia e internaliza las pérdidas. La pública, en cambio, parte de premisas contrarias: se apropia de recursos ajenos y externaliza las pérdidas, por lo que le es casi imposible corregirlas.

Los planes de sendos ámbitos mencionados –el estrictamente individual o el empresarial- deben ser respetados. Al fin y al cabo el liberalismo, como nos recuerda Álvaro Lodares en su libro Desde la Libertad, es el respeto irrestricto por los proyectos de vida de otros.

No obstante, el subir a un nivel todavía más complejo -esto es, el organizar y planificar sectores enteros de la sociedad- es problemático debido al hecho de que el conocimiento práctico para el hombre está muy disperso y no es aprehensible por unas pocas cabezas, por preclaras que éstas sean. Hablamos de órdenes diferentes. Si el ámbito personal puede planificarse con ciertas probabilidades de éxito, el orden extenso es imposible hacerlo correctamente por la ingente cantidad de variables que entran en juego. La planificación estatal, además de interferir irrespetuosamente en los proyectos de vida de personas y empresas, está abocada al fracaso por falta de incentivos e información suficiente.

Los numerosos descendientes de la rama excesivamente racionalista de la Ilustración (a saber, cartesianos, benthamianos, saintsimonianos, positivistas, marxistas, socialistas, socialdemócratas o tecnócratas) no creen en esas limitaciones al propugnar designios sociales impuestos a todos desde una élite política y/o burocrática. Juzgan que el conocimiento disperso puede constreñirse a un diseño centralmente planificado por unos pocos dirigentes para el bien de todos. Juegan con las piezas sociales a modo de ajedrez.

Por el contrario, los liberales tienen otra idea completamente distinta de lo que debe ser gobernar. Conscientes de que la razón humana es limitada, sin embargo, cuando se la deja actuar conforme a su planificación individual y en cooperación pacífica e interacción diversa con los planes y los propósitos de vida de otras personas, se alcanza un inimaginable pero eficiente orden social. Lo esencial en ese proceso es su carácter voluntario y su posibilidad combinatoria casi infinita, a diferencia de los proyectos coercitivos. De ahí que en sus Armonías económicas Bastiat dijera que los planes privados difieren todos entre sí pero los arrogantes planificadores (estatales) son todos iguales.

Se podría criticar esta postura liberal, argumentando que si se es refractario a planificaciones de la sociedad, entonces es que no se sabe bien a dónde quiere uno dirigirla. Iría a la deriva y se estaría renunciando, por tanto, a objetivos deseables que para muchos son irrenunciables. En cierta manera, esta crítica contra el liberalismo es correcta.

Bonita paradoja: lo que predicaba al inicio de este comentario para la planificación privada del individuo o de las organizaciones empresariales, no aplica para el orden superior (la sociedad) del que forman parte y son sujetos actuantes.

Es sabido que trazar objetivos comunes funciona a la perfección en sociedades sencillas, es decir, pequeñas y tribales regidas por la escasez y pocos bienes económicos, pero en sociedades complejas es contraproducente. Si se fuerza en exceso lo segundo -como se viene haciendo en grados diversos- las consecuencias indeseadas empiezan a multiplicarse que impulsan, a su vez, a más intervenciones sobre el cuerpo social en una carrera sin fin. Para el liberalismo, en cambio, el objetivo público deseable sería no orientar la actividad privada hacia ningún fin concreto sino crear el marco apropiado en el que se respeten unas instituciones sociales asentadas, unas normas generales y el cumplimiento de los contratos privados. Eso sí, el resultado puede ser cualquiera; motivo por el cual a los racionalistas sociales repele profundamente la evolución libre de un pueblo y sus instituciones.

Sin embargo, la planificación pública centralmente diseñada y su insoslayable despilfarro y arbitrariedad es ingeniería social que acaba por impedir la libre acción del hombre, la coordinación de los mercados y la correcta asignación de recursos. Mises escribió en 1922 probablemente el libro más importante jamás escrito referente a la imposibilidad del cálculo económico de las sociedades centralmente planificadas y ajenas al mercado. En una época en que el socialismo disfrutaba de un inmenso (e inmerecido) prestigio, Mises previó con claridad la caída de los regímenes que en él se inspiraban. Socialismo, cálculo económico y función empresarial, obra escrita en 1992 por el profesor Huerta de Soto, supuso un complemento necesario al análisis de Mises para demostrar cabalmente que allá donde se despliega un sistema socialista y planificador va ahogando ineludiblemente la necesaria función empresarial de las personas y, por ende, dificultando el curso libre de la sociedad.

Todavía muchos no se han dado por aludidos. En nuestras modernas sociedades persisten todavía áreas completas donde priman las planificaciones infestadas de decisiones políticas e insostenibles financieramente. La gestión de las pensiones públicas, la educación pública de los infantes y su adoctrinamiento, la gestión sanitaria, el mercado monetario, la regulación bancaria, la determinación del tipo de interés oficial, la regulación del suelo o cualquiera de las políticas públicas sectoriales no son más que algunos ejemplos.

Como dejó escrito Hayek en su Camino de servidumbre, cuanto más planifica el Estado, más complicada se le hace al individuo su propia planificación. A resultas de ello, muchos proyectos vitales y/o empresariales dejan de producirse. Se consigue, así, una sociedad civil indolente. Demasiada gente acaba renunciando a su propia responsabilidad y a buscar libremente sus fines. Es anhelo del liberalismo que esas abdicaciones dejen de producirse en la medida de lo posible.

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