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La ley del consentimiento: el «free rider» de segunda generación

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La pasada semana estuve en la edición 2014 de la Universidad de Verano del Instituto Juan de Mariana. Esta vez, muy poquitos días, pero los suficientes como para disfrutar de los asistentes, tanto profesores como alumnos, pero también de los organizadores, que se aseguraron de que todo fuera propicio y trabajaron para que los demás disfrutaran. Gracias por eso a Inés, Raquel, José Ignacio y Luigi.

Mi charla se centró en la figura del free-rider, sus incentivos, cómo evitarlo, etc. Cuando existe un bien del que no se puede excluir a nadie de su consumo, como sí podemos hacer con los bienes privados, y además, su consumo no implica que se agota, aparecen necesariamente aquellos que sin aportar nada, se benefician de ello. Se trata de los gorrones, los caraduras, los aprovechados, los tramposos. Pero, sin justificar a estos defectores, hay que tener muy claro, que van a existir siempre, porque está en la naturaleza humana. Por supuesto, depende del tamaño del grupo y de otras muchas circunstancias, como quién ofrece ese bien tan singular, que haya más o menos free-riders y que la solución elegida para su detección y eliminación sea una u otra.

Por ejemplo, si se trata de una pequeña comunidad, el ostracismo es una buena solución. La vida en comunidad es un beneficio para cada uno de los individuos. Nos ahorra energía, tiempo y recursos invertidos para la supervivencia y la reproducción. Ningunear al que se comporta egoístamente y hace trampas a los demás es una manera de elevar sus costes de supervivencia. Suele funcionar.

Pero ¿qué pasa en grupos grandes?, ¿cómo hacemos en sociedades tan sofisticadas como la nuestra? El castigo es otro: el juicio, la multa, la cárcel. Es decir, hemos creado instituciones a tal efecto. Entonces, el problema del free-rider se convierte en evitar que le pillen, porque en este tipo de sociedades modernas ese es el factor clave. En ese aspecto, España, patria de Lazarillos de Tormes y pilluelos, aparece como un paraíso de la hipocresía: tapamos la trampa que no nos atrevemos a hacer pero pedimos que cuelguen del palo mayor al que envidiamos porque tiene más que nosotros. Moralmente, ambos comportamientos son deplorables, pero si se trata de «uno de los nuestros» hacemos la vista gorda. En otros países, sin embargo, la detección del free-rider no requiere un entramado estatal muy desarrollado porque la ciudadanía denuncia al que no colabora.

Y aquí aparecen lo que he llamado free-riders de segunda generación. La detección y castigo de free-riders, dado que su proliferación arruinaría la vida en común, es también un bien público, es algo de lo que todos se beneficiarían sin poder imputar quién no ha de hacerlo, y además, mi beneficio por la eliminación de un tramposo no disminuye el tuyo. ¿Quién debe proveer a la comunidad de este bien público? ¿Debemos colaborar todos en su detección? ¿Debemos colaborar en su castigo? Y de esta manera nos encontramos con aquellos que colaboran en la oferta del bien público inicial (por ejemplo, ayudan a limpiar el río, pagan su billete de Metro…), pero no señalan y/o castigan a quien no ayudan debiendo hacerlo. Esos son los free-riders de segunda generación. En nuestra sociedad, para empezar, tenemos a los partidos políticos, los sindicatos, las organizaciones medulares de justicia (como el Consejo General del Poder Judicial, por ejemplo), los órganos reguladores, las auditoras designadas por el poder político para auditar cajas y bancos intervenidos que no cumplen con su deber, que son verdaderos detectores de segunda generación, y cuyo comportamiento tiene más consecuencias de las que parecen evidentes. Y, por añadidura, la sociedad, cada uno que no denuncia a los free-riders de primera y de segunda generación, son cómplices de esas consecuencias.

Porque no se trata solamente, como solemos analizar los economistas, de los costes, de las pérdidas, en términos pecuniarios, es decir, de los recursos invertidos y desperdiciados en la detección y el castigo. Hay algo peor: los incentivos que se generan.

Porque todos los seres humanos, si vemos la posibilidad de beneficiarnos a costa del resto, excepto si entran en juego valores morales, que no todo el mundo tiene realmente arraigados, acaba por caer. Y ¿quiénes tienen más incentivos que los que manejan dinero ajeno? ¿o que pueden disfrutar de las prebendas que ofrece el poder con abuso? Cuando además tienes la posibilidad de bloquear la actuación de esas instituciones que actúan de «check and balance», de contrapesos, tienes todo en tu mano. Y así nos va.

Pero ¿qué pasa con los ciudadanos? Nada. Pasa que nos quejamos, miramos, asentimos a aquellos que vienen con disfraces nuevos (sí, con coleta) a contarnos medias verdades y subir al escenario, para disfrutar de lo mismo que los demás. Y poco más.

La diversidad institucional permite que haya think tanks, agrupaciones, plataformas, que denuncien, que alcen la voz y que señalen con el dedo. Tiene un precio. El precio de decir que no solamente el emperador, sino que toda la corte va desnuda.

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