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La reforma laboral y el movimiento

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La convalidación del decreto ley del Gobierno, que pretende engañar a propios y extraños sobre sus intenciones reformadoras del modelo de relaciones laborales que rige en España desde la época franquista, dio lugar a una nueva jugada al despiste en la ópera bufa de la política española.

Contra toda evidencia, medios de comunicación tímidamente críticos con el gobierno confundieron sus deseos con la realidad cuando atisbaron la soledad del gobierno y graves disensiones internas en el grupo parlamentario socialista.

No cabe duda de que, formalmente, sólo los diputados de ese grupo emitieron su voto favorable a esa aprobación inicial para, a continuación, tramitar el texto como un proyecto de ley urgente. El resultado de la votación se reveló suficiente para los propósitos gubernamentales. Pero deducir de ese dato aislado que los apoyos políticos del Gobierno neosocialista se tambalean supone pasar por alto otras variables nada desdeñables. Antes al contrario, para desgracia de los españoles, se acumulan indicios de que su gestión económica nefasta puede apuntalar una larga estancia en el poder, a no ser que su impostura y marrullería política sean desenmascaradas a los cuatro vientos.

Conviene recordar que en España una minoría cada vez más amplia de economistas y juristas liberales llevamos años reclamando una auténtica ruptura con la legislación laboral del franquismo, continuada durante la transición por el Estatuto de los Trabajadores de 1980, pactado por la UCD de Suárez y el PSOE de González, cuyos dogmas fueron adaptados para perpetuar el papel en la negociación colectiva de las condiciones laborales de los sindicatos UGT y CCOO -correas de transmisión de los partidos socialista y comunista, respectivamente- mediante la Ley de libertad sindical de 1985.

Los intereses creados en torno a ese marco regulatorio, retocado por reformas sucesivas que no atacaron jamás sus fundamentos básicos, pese a las reacciones calculadamente tremendistas de la coacción sindical organizada que hemos conocido durante estos años, han permeado tanto a sectores llamados de izquierda como de derecha.

Los años de expansión económica de la época de Aznar camuflaron la losa que pesaba sobre el mercado de trabajo. Aun con todo, los porcentajes oficiales de desempleo nunca descendieron de los que se consideran propios de las crisis en los países desarrollados.

Pues bien, alcanzado el 20% de parados sobre la población activa en España y superado el 11% de déficit público en un tiempo récord, cundió el pánico entre la burocracia de Bruselas, el FMI y los gobiernos de países cuyos bancos prestaron ingentes sumas para financiar la burbuja inmobiliaria española. Después de todo, si se suma la falta de saneamiento de un sistema financiero seriamente tocado por su exposición a la estallada burbuja inmobiliaria, no resulta descabellado pensar que un Estado con tales desequilibrios puede quebrar de forma inminente. Y que, por lo tanto, reside en su propio interés facilitar la contratación laboral para reducir sus obligaciones en prestaciones de desempleo y, en definitiva dinamizar su economía para alejar el peligro de repetición del caso griego.

En contra de lo que vienen defendiendo algunos comentaristas, no creo que los burócratas internacionales, por lo menos a corto plazo, pretendan dictar los últimos detalles de la reforma laboral española. Estoy convencido de que, para dar su visto bueno, les basta que el Gobierno español manifieste su firme determinación de eliminar las rigideces que lastran el mercado de trabajo español mediante un decreto-ley de aplicación inmediata… Ya se verá con el paso del tiempo que los efectos de tal reforma no se corresponderán con las declaraciones de quién no quiere cambiar de modelo de relaciones laborales.

Llamativo ha sido que un diputado socialista, antiguo secretario general de las Comisiones Obreras, que nacieron de la infiltración comunista en el antiguo sindicato vertical, pactara su abstención con el jefe de su grupo parlamentario. También que el eterno “socialista liberal”, quien debería estar más atento a la supervisión de los administradores de bancos y cajas de ahorros negligentes, censurase con argumentos muy atinados que la reforma no aborde la negociación colectiva. Ninguno de los dos, empero, parece haber considerado la dimisión de sus cargos como muestra patente de rechazo de las políticas seguidas por los líderes actuales de su partido. Ni por asomo.

Lo cual me lleva a pensar que los neosocialistas españoles forman parte de algo distinto a un simple partido político que puja periódicamente por renovar su mandato en el Gobierno. En un esquema donde el culto al líder tiene muy difuminadas las diferencias entre partido, Gobierno y hasta Estado -por mucho que la pulsión de los nacionalismos periféricos comporte llegar a apaños clamorosamente asimétricos para los contribuyentes- el Gobierno es el ying y el yang. Ullastres y Girón. Prisa y Mediapro. Liberal y nacionalsindicalista de geografía variable. Abarca todo. Hasta marca el terreno a la oposición. Zapatero y su camarilla han conseguido, gracias a sus dotes de intrigantes manipuladores y a las limitaciones de sus opositores políticos, eliminar toda alternativa ajena a su cosmovisión maniquea y sectaria del mundo. Han fundado su “Movimiento” transcurridos treinta y cinco años de enterramiento del anterior. Tienen ya un complejo industrial (por llamarlo de alguna manera) a su servicio y una supuesta oposición que pretende rebañar votos acusándoles de apartarse de su programa, en lugar de plantear medidas más ambiciosas para salvar al país de la ruina a la que le han condenado las acciones y omisiones del Gobierno. Un régimen donde niñas aparatchiks como Leire Pajín y Bibiana Aído mandan a gusto, leyes de discriminación positiva mediante, sin que las personas adultas puedan zafarse de una dictadura infantil ¿Durará 36 años como el del General Franco?

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