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Las prácticas de las plataformas digitales o los límites del libre mercado

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El cerebro está repleto de mecanismos psicológicos, la mayoría desconocidos, no ya para nosotros, también para los expertos.

El cerco de los Gobiernos sobre las big tech[1] se va cerrando paulatinamente, sobre todo en la Unión Europea, pero también en los EE. UU. En el linchamiento colaboran personajes y colectivos de todos los estamentos imaginables. Las empresas que más valor han creado en los últimos 20 años están atesorando un odio que en algún momento puede trasladarse al común. Si eso no ha pasado aún es porque ese valor creado, como lo han hecho sin privilegios legales, viene de mejorar la vida de la gente, y cuesta mucho convencer a la gente de que alguien que le mejora la vida es malo.

Lo cierto es que cada vez somos menos los que mantenemos que no hay que intervenir a estas compañías; me temo que sea una batalla en la que nos quedemos solos, una vez más, los economistas austriacos. El resto de la profesión está buscando a la desesperada disculpas teóricas que justifiquen dicha intervención, como si los Gobiernos las necesitaran. De momento no han encontrado nada suficientemente consensuado, pese al “sentimiento desde las entrañas” de que habría que regularlos, según parece haber dicho el premio Noble Jean Tirole.

Este artículo no es de claudicación ante la presión generalizada. No creo que la teoría económica pueda justificar razonablemente la intervención en ninguna de estas empresas, que han llegado donde están compitiendo por los méritos y sin privilegios legales, y siguen haciéndolo así. Sin embargo, fuera de la teoría económica sí puede haber motivos para la preocupación.

En efecto, el sujeto y actor de la teoría económica es el ser humano en la búsqueda de sus fines. Pero hay una condición implícita en el comportamiento de dicho ser humano: su acción tiene que ser voluntaria y libre. Si la acción no es voluntaria, entonces lo que ocurre en el mercado no revela valores, y todo su funcionamiento se corrompe. Es por ello que están prohibidas y se persiguen como criminales determinadas conductas, como las amenazas, las torturas o los asesinatos.

En suma, en los contratos que se celebran y constituyen el libre mercado, ambas partes participan libre y voluntariamente. ¿Se daría por válido un contrato en el que una de las partes hubiera firmado en estado de hipnosis? No parece aceptable. Por ello está prohibida la publicidad subliminal, porque se ha demostrado que altera la conducta de sus receptores contra su voluntad.

Y es que el cerebro está repleto de mecanismos (digo bien, mecanismos) psicológicos, la mayoría desconocidos, no ya para nosotros, también para los expertos. Kahneman es uno de los mejores expositores e investigadores de estos mecanismos psicológicos, cuya existencia se puede demostrar con experimentos bien diseñados y que suelen tener explicación evolutiva. La publicidad subliminal activa alguno de esos mecanismos psicológicos anulando en parte nuestra voluntad, y por eso parece razonable su prohibición.

El problema es que los big tech han creado unas plataformas que les permiten la exploración masiva, y subsiguiente explotación, de estos mecanismos psicológicos, algo que no existía hasta ahora. Me detendré en solo dos de las herramientas que utilizan: los tests A/B y la Inteligencia Artificial (Deep Machine Learning).

Un test A/B es muy sencillo: se crean dos versiones de una misma página Web, pantalla de una App o lo que sea. A los usuarios que se conectan se les muestra una u otra, y se mide como reaccionan a la misma. De esta forma, el diseñador sabe empíricamente cuál de los dos diseños obtiene mejores resultados. Esto se puede hacer con pequeños cambios, o con aplicaciones enteras, no hay límites. Y los resultados se obtienen en tiempos cortísimos, inalcanzables con ninguna otra técnica de marketing.

Imaginad que Google quiere probar un pequeño cambio en su página de búsquedas. Crea una versión B de la misma con ese cambio, y se la sirve al 10% de sus usuarios. En un par de horas ya podrá tener resultados fiables sobre si el cambio es conveniente o no.

Los resultados así obtenidos son empíricos. En principio, al diseñador no le tienen por qué preocupar las razones por las que triunfa una u otra versión. Es más, posiblemente sea más eficiente que dedique su tiempo a hacer cambios y probarlos en vez de a indagar las razones de su éxito (en línea con las metodologías Agile que tan de moda están en el mundo del software).

Si el objetivo de la App, o de la página web, es incrementar las ventas de un determinado producto, es evidente que con este sistema se irán incrementando a un bajo coste. Pero ¿qué ocurriría si con una de estas pruebas A/B la plataforma da, casualmente, con un mecanismo psicológico de anulación de la voluntad, tipo hipnosis o publicidad subliminal? Lo único que verá es que las ventas aumentan con ese diseño, pero ¿será consciente de que ello se produce por un fenómeno de este tipo? ¿Y seremos conscientes los compradores de que es eso lo que ha causado la compra compulsiva y no nuestra voluntad?

A una situación similar puede conducir el uso de Deep Machine Learning por las mismas compañías. Esta tecnología permite a los ordenadores mejorar la predicción de una determinada variable objetivo a partir de complejos cálculos matemáticos con ingentes cantidades de datos obtenidos a partir del comportamiento del individuo en internet. Así se puede, por ejemplo, mejorar la identificación de usuarios más propensos a adquirir un determinado producto.

De la misma forma que el diseñador del test A/B no está interesado en las causas de la conducta observada, es muy posible que las plataformas tampoco lo estén, e incluso sean incapaces de entender, aunque se los propongan, las razones por las que el algoritmo de IA ha identificado a un determinado individuo como comprador.

Una vez más aparece el riesgo antes descrito: ¿y si lo que hay implícito en los datos que está procesando el ordenador es un mecanismo psicológico de anulación de la voluntad? Entonces, ¿es legítima la venta que realiza la plataforma?

La verdad es que no sé si pueden existir mecanismos psicológicos de este estilo. Pero sí sé dos cosas: 1) nuestros conocimientos del cerebro están en pañales, y 2) con estas tecnologías de exploración masiva es seguro que dichos mecanismos, en caso de existir, aflorarán más pronto que tarde.


[1] Bajo esta denominación genérica se suele incluir a Google, Facebook, Amazon, Apple, Microsoft y, a veces, a Netflix, Alibaba y Tengen.

 

1 Comentario

  1. «The fragile wants
    «The fragile wants tranquility, the antifragile grows from disorder, and the robust doesn’t care too much.»

    Nassim Taleb


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