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Ley de Costas o conversión de propietarios en concesionarios

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Si usted ha comprado o heredado un terreno o una vivienda en lo que el Estado considera su costa, no auguro un final feliz a su propiedad. El Estado central, en virtud del arrollador artículo 132 de la Constitución del 78 ha decretado mediante la correspondiente Ley de Costas de julio de 1988 su dominio exclusivo de toda la ribera y rías del mar (unos 7.700 kilómetros de costas españolas, incluidas las de los dos archipiélagos) por razones de "interés público" para su "mejor" conservación, protección y uso racional. Este es un monopolio más donde el Estado, tal y como ha sucedido también con el mar territorial, los recursos marinos, los recursos hídricos o todo el espectro radioeléctrico , ha decidido mantener fuera a la propiedad privada, como si ésta no usara, conservara o protegiera convenientemente sus posesiones.

Ya la antigua Ley franquista de Costas de abril de 1969 establecía un deslinde a partir del cual empezaba el dominio público de las costas. Lo curioso es que la democrática Ley de Costas de julio de 1988 ha ido más lejos: ha fijado un nuevo deslinde con su zona de servidumbre complementaria más ambicioso con respecto al del año 69, con el agravante de no contar la ley con una definición clara de hasta dónde llega su ribera y sus rías; su delimitación es ambigua y poco precisa. Esto pasa cuando el legislador trata arrogantemente de fijar o regular realidades que, por su propia naturaleza, están en permanente cambio como es, en este caso, el acceso del mar a las costas.

Una vez llevado a cabo el acto administrativo de deslinde artificial se confiscarán coactivamente las propiedades que hayan caído dentro de esta nueva demarcación estatal de interés público, que pasarán sin más a titularidad del Estado sin importar lo que diga el Registro de la Propiedad (art. 13). Además, en vez de establecer un expediente de expropiación individual por cada propiedad, la ley arbitrariamente establece una confiscación generalizada; y como "compensación" a los antiguos propietarios afectados (que muchos de ellos han obtenido su propiedad de forma totalmente legal), de la noche a la mañana serán convertidos en meros concesionarios de su antigua propiedad. Eso sí, el Estado graciosamente les dispensará de pagar cualquier canon al respecto (art. 69) por un período de treinta años. Dicha concesión podrá renovarse por otros treinta años más hasta, como máximo, julio de 2048. Esa es la fecha a partir de la cual su uso y posesión real pasará a manos del Estado (las concesiones administrativas tienen siempre fecha de caducidad).

Es verdad que todavía no se siente de forma aguda y generalizada este robo descarado, debido a que en muchas zonas costeras el municipio o la consejería de Medio ambiente y Ordenación territorial de la Comunidad autónoma respectiva (o incluso el particular interesado) no han promovido activamente aún la resolución administrativa del procedimiento del deslinde de titularidad pública (muchas autoridades locales hacen, por el momento, la vista gorda); pero no olvidemos que el primer plazo de renovación o no de estas concesiones, es decir, julio de 2018, dará ya la primera voz de alarma y que el definitivo fin de dicha concesión graciosa llegará en julio de 2048.

A esto se debe añadir otra ocurrencia legislativa: la zona de servidumbre de protección. La conforman los terrenos contiguos al deslinde, los 100 metros –tierra adentro– a partir de ese ambiguo deslinde costero trazado a lo largo de toda la ribera española, a los que podrán añadirse, al menos, otros 100 metros más por mera voluntad de la Comunidad Autónoma o Ayuntamiento respectivos. Esto significa que, además, estos nuevos propietarios de los terrenos meramente colindantes habrán de someterse imperativamente a las reservas o restricciones impuestos por los poderes públicos, tales como prohibición de obras o vallado a la propiedad ya existente, límites a la edificabilidad futura, restricciones a su actividad, etc.

Todos estos abusos se traducirán en numerosos litigios futuros contra el Estado que llegarán a los Tribunales Superiores de Justicia de las CC.AA. y, a la postre, la agonía podrá desembocar en el Tribunal Supremo para ver confirmado el expolio.

Pero, además, hay un serio inconveniente para la defensa de los derechos de los propietarios en general cuando son atacados por los poderes públicos: La propiedad no está amparada por el Tribunal Constitucional (sólo cabe recurso de amparo en aquellos derechos definidos como fundamentales en la Constitución del 78 que van desde el artículo 15 al 29). La propiedad, regulada en el artículo 33 de la Constitución, no es considerada un derecho fundamental. Por tanto, después de emitida sentencia contencioso-administrativa desde la instancia superior, no cabrá, pues, recurso ante Tribunal Constitucional sino, como mucho, ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo (pobres propietarios de costa…).

Llegado el fatídico plazo de julio de 2048, el politiquillo local de turno no se contentará con presentarse sólo en bañador y con su carnet político, sino que lo hará acompañado con las fuerzas coactivas del Estado.

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