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Los dilemas de la democracia directa

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Los más insatisfechos con la democracia representativa, ese sistema político en el poder de los individuos se limita a la elección de quienes lo ejercerán en su nombre, proponen la sustitución parcial o total de algunas decisiones políticas de los representantes por el voto directo de los ciudadanos capacitados para ejercer el sufragio.

Salvo Alemania, cuya constitución permite el referéndum, aunque hasta la fecha este derecho no ha sido regulado y por lo tanto no se puede ejercer, casi todos los sistemas democráticos, o poliárquicos, contemplan la democracia directa. Lo más común es que la Constitución contemple una relación tasada de asuntos susceptibles de ser decididos directamente por los ciudadanos. La reforma constitucional y la modificación de los límites de las regiones y municipios, así como la independencia de una parte del territorio nacional, suelen ser objeto de referéndum, aunque en algunos casos el voto popular debe ser refrendado posteriormente por el legislativo, y casi siempre el poder judicial o constitucional tiene la potestad de limitar el alcance de las decisiones. Por ejemplo, los tribunales supremos estaduales y federal de los Estados Unidos han anulado incluso a posteriori algunos referendos por tratar de asuntos que o bien sobrepasan el alcance de la constitución del estado en cuestión o de la federal, o contradicen la letra o el espíritu del constituyente, y que por tanto requieren una reforma constitucional, proceso mucho más complejo que un simple plebiscito.

Los únicos dos países importantes, por su tamaño o economía, que permiten el ejercicio de la democracia directa más allá de estas cuestiones son Suiza y los Estados Unidos. En ambos casos, la democracia directa es consecuencia de la formación de estas naciones, repúblicas federales (Aunque Suiza se defina como confederación, la incapacidad de una de sus partes para independizarse del resto la convierte de hecho en una federación; por el contrario, Canadá, un país federal, se ha convertido recientemente en una confederación multinacional al regular la separación de cualquiera de sus provincias y conceder a los esquimales derechos especiales como pueblo distinto) creadas por el acuerdo previo de sus partes en reuniones en las que cada asistente derivaba su autoridad de la voluntad de al menos una parte de las personas residentes en el territorio que representaba. Por tanto, el recurso al referéndum no es más que la aplicación de este principio de forma descendente.

En cambio, el origen monárquico de la mayoría de las democracias occidentales y/o su formación como nación-Estado por métodos autoritarios inhibe la democracia directa, que no forma parte del acervo nacional, o al menos del origen de la nueva comunidad política. Como dijo Platón en Las Leyes, "un buen comienzo vale la mitad de la batalla, y eso es algo que todos aplaudimos. Pero en mi opinión un buen comienzo vale más que la mitad, y todavía nadie lo ha valorado como se merece". Lo mismo podríamos decir de un mal comienzo, como profetizó Max Weber tras la Primera Guerra Mundial a propósito del régimen alemán, cuyo sesgo estatista y carismático podría acabar con la libertad individual y la democracia y dar paso a una dictadura salvífica por voluntad de los ciudadanos. Los triunfos electorales de los nazis en 1930 y 1931 hicieron que las llamadas democracias de segunda ola (aquellas instauradas o reformadas a partir de 1945) se blindaran contra los riesgos del populismo y la demagogia en momentos de crisis y descontento restringiendo la entrada de nuevos partidos (doble vuelta en las elecciones, umbrales altos para la obtención de representación en el legislativo, restricción del referéndum…) y poniendo en funcionamiento el llamado Estado del Bienestar para amortiguar el impacto de los ciclos económicos en los ciudadanos con menor poder adquisitivo.

El fin del consenso socialdemócrata y el éxito de las políticas de liberalización económica y social (por ejemplo, la educación) llevadas a cabo en numerosos países de Europa, incluso en los escandinavos, ha puesto en cuestión las premisas sobre las que se construyó el Estado del Bienestar. Sin embargo, esta democratización no se ha traducido a la política. Subsisten la desconfianza ante el pueblo y el miedo a que el descontento pueda ser capitalizado por algún líder o movimiento que acabe con la libertad y el pluralismo.

El caso español es aún más complicado. El pasado autoritario y guerracivilista de nuestro país hizo que los artífices de nuestra transición hacia la democracia diseñaran un sistema altamente intervencionista en lo económico (la táctica de ganar demócratas a golpe de subsidio contra la que advirtiera Huntington en 1968) y sumamente elitista y cerrado en lo político. Así, el artículo 6, que establece que "los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumentos fundamental para la participación política" inhibe en principio cualquier extensión de la democracia directa. Es por esto que el referéndum nacional no vinculante contemplado en el artículo 92 sea perfectamente coherente con el espíritu de nuestra Carta Magna. Si a esto le sumamos el funcionamiento patrimonialista (caso del Partido Popular) o leninista (PSOE) de nuestros partidos y el federalismo de hecho, que no de derecho, de nuestro sistema político, cualquier propuesta de democracia directa pasa necesariamente por la reforma en profundidad de nuestra constitución y por la revisión de algunos de los principios que la vieron nacer.

El problema es que ninguna de las reformas planteadas hasta la fecha redundan en un reforzamiento del poder de los ciudadanos vis a vis el de las cúpulas de los partidos o del Estado, valga la redundancia. En este sentido, es llamativo que tanto el plan Ibarreche como el nuevo Estatuto de Cataluña olvidan, cuando no restringen, el ámbito de actuación de los ciudadanos, llegando incluso a cuestionar el principio de sufragio universal. En el primer caso, el voto de los vascos no residentes en Euskadi se plantea como una concesión que el Gobierno de aquel territorio otorgará a quienes considere reúnen las condiciones para formar parte del pueblo vasco. Por su parte, la prolija declaración de derechos del estatuto catalán, que en muchos casos duplica de forma innecesaria y redundante lo dispuesto por la constitución, olvida mencionar el derecho al sufragio. Un despiste bastante sospechoso.

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