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Los siete pecados capitales del político común

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Soberbia. El político común es, ante todo, un soberbio, un arrogante. Sufre una irrefrenable tendencia a creerse mejor que el común de los mortales. Los de su especie creen que han recibido el mandato divino de organizar la sociedad hasta la asfixia, de regular cada aspecto de la vida privada de sus irresponsables súbditos igual que haría un padre con sus hijos. Consideran sus propios valores y preferencias superiores a las de los demás y sienten la necesidad de imponerlas por la fuerza. Pero la realidad es que el político común no sólo no es más virtuoso que el ciudadano de a pie. Es que incluso si lo fuera, jamás sería capaz de planificar de manera centralizada su pretendido nirvana social. Autores como F. A. Hayek, entre otros, ya demostraron la imposibilidad de organizar la sociedad desde arriba en libros como el titulado, no por casualidad, La fatal arrogancia.

Avaricia. El político común jamás tiene suficiente. Todo ser humano tiende a desear tener más y a ampliar su ámbito de poder. Mientras esa ambición quede limitada por el respeto a la propiedad privada del prójimo, no será tan dañina. El problema llega cuando la codicia se practica con el dinero y las vidas de los demás. Es entonces cuando todos los límites saltan por los aires. El político común no sabe de restricciones, es de naturaleza expansiva. Se dedique a lo que se dedique jamás tiene suficientes recursos. Aún no se ha dado el caso de uno que haya admitido que su actividad pública es prescindible y que por lo tanto hay que sacarla del presupuesto. Todo siempre es poco.

Envidia. Konrad Adenauer afirmó que "hay enemigos, enemigos mortales y compañeros de partido". Un partido político es una pirámide humana en la que para ascender no hay que valer más, sino ser el primero en pisar a los demás. Hay que ganarse el favor de los de arriba y empujar a quien se interponga en el camino a la cima del partido. Los que llegan arriba, por tanto, no suelen ser los mejores, sino los más rastreros. Son los que tienen menos escrúpulos y a la vez mayor facilidad para el engaño, la intriga, la maniobra y la traición. Con el político común sucede como con el Gualterio Malatesta de Pérez-Reverte, archienemigo de Alatriste: que estaba "tan acostumbrado a matar por la espalda que cuando por azar lo hacía de frente se sumía en profundas depresiones, imaginando que perdía facultades". La envidia es el mecanismo que permite al político común prosperar en su negocio. El político leal y sincero suele quedarse por el camino.

Lujuria. En el pecado de lujuria siempre subyace el afán irreprimible de someter al prójimo. El protagonista de la saga Cincuenta sombras de Grey, contemporánea encarnación popular de la lujuria, obtiene el placer de controlar cada aspecto de la vida íntima de su esclava sexual y la castiga cuando incumple sus mandatos. La lujuria es un juego de poder, es el uso de los demás para la satisfacción de los propios deseos. En ese sentido, el político común es un lujurioso frío e implacable. Todo lo que dicen y hacen forma parte de una calculada estrategia para revestirse de legitimidad y ejercer ese lascivo control sobre la vida privada del ciudadano. La desobediencia al político jamás es lícita, sino que constituye un intolerable acto de rebeldía contra lo más profundo de la naturaleza del político. El ciudadano está para servir al gobernante, es de su propiedad. A través de ese sometimiento obtiene su placer.

Ira. La política es odio y es violencia. Para un político el adversario siempre es odioso. La primera misión del político es denunciar al partido contrario, señalar la evidencia de sus malas intenciones y lograr que el pueblo, directamente, los odie. La gente no debe votar con la cabeza, sino con las emociones, y el odio es una de las más potentes. Hay que incitar a la violencia. Cuando una mala gestión amenaza el poder del gobernante, siempre se busca algún enemigo interior o exterior para distraer. Nada mejor que sembrar un conflicto. Una de las obras más perfectas del político común es la guerra. La guerra siempre viene de una decisión política. El político común es violento, pero también es cobarde. Jamás se le encontrará en primera línea de batalla. En cuanto declaran la guerra, lo primero que hacen es enterrarse en alguna guarida subterránea, lejos del conflicto, y rodearse de seguridad. Los que mueren son siempre otros. Pero no sólo en la guerra los políticos muestran su violencia. Toda su actividad se realiza a través de mandatos coactivos. Tienen el monopolio de la violencia y están más que dispuestos a utilizarlo.

Gula. El político común es voraz. Consideran su vida muy sacrificada, y sólo mediante el lujo y el exceso pueden ir sobrellevando el mandato divino de llevar a sus súbditos por el camino de la virtud. Ya puede encontrarse la sociedad en una profunda depresión económica; ya puede estar padeciendo hambre y desempleo, que el político común no entiende de frugalidad. El político tiene una serie de necesidades básicas a pagar con fondos públicos a las que no puede renunciar: coche oficial, chófer a su servicio, asesores sin límite, interminables comilonas, tecnología punta o vicios caros. Para los de su especie es de mal gusto mirar el precio de las cosas. A los mítines políticos no se puede ir de otra manera que en jet privado a cargo de los Presupuestos. Nada tiene peor prensa en el entorno político que el término austeridad. No en vano, si hay alguien a quien el político común ha divinizado, ese es Lord Keynes. Fue el único que les contó que cuanto peor está la economía, más tienen que gastar los políticos. Normal que cuando dejan la carrera política casi siempre acaban deprimidos.

Pereza. El esfuerzo, el mérito y el sacrificio son conceptos sobrevalorados para el político común. La lógica del funcionamiento de la política hace que tiendan a prosperar más los mediocres y perezosos. Suele decirse que en la política tiene cabida cualquier persona que no sirva para otra cosa. El político común no se esfuerza por saber porque no lo necesita. No sólo es ignorante, sino que además presume de ello. Suelen admitir en público que no saben cómo funciona la economía, que la ciencia ni les suena y que la historia les resulta un misterio. La pereza les impide enfrentarse con la verdad, concepto pavoroso que requiere esfuerzo y humildad intelectual. Prefieren el engaño, la mentira y la manipulación, que es la definición de comunicación política. El político común no debate ideas ni se somete a un debate racional. Lo evitan mediante el uso de etiquetas, clichés y eslóganes vacíos, que ahorran los costes de pensar. En resumen, el político común miente y etiqueta porque la verdad y la argumentación requieren demasiado esfuerzo. Sólo de pensarlo les da pereza. 

Si bien se han dado casos de políticos que no gobiernan sus vidas en base a estos siete pecados capitales y tratan de actuar por virtuosos principios e ideales, lo cierto es que esta rara especie no suele prosperar por la propia dinámica de la política. Estos ejemplares tan distintos al político común pronto quedan relegados o dejan la vida pública. En política no prospera la virtud. No hay más que asomarse a cualquier parlamento del mundo.

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